Durante siglos, la ciencia ha representado una de las mayores conquistas intelectuales de la humanidad: un modo de conocer el mundo basado en la observación, la experimentación y la verificación colectiva. Gracias a ella hemos prolongado la esperanza de vida, explorado el espacio, conectado el planeta a través de internet y desarrollado tecnologías que configuran la vida cotidiana. Sin embargo, en la actualidad, la ciencia enfrenta un fenómeno inquietante: la desinformación masiva y los ataques sistemáticos a su credibilidad.
Las fake news (noticias falsas), la manipulación de datos y el negacionismo de problemas como el cambio climático o la eficacia de las vacunas han puesto en evidencia una paradoja: vivimos en sociedades hiperconectadas y con acceso inmediato a información, pero también en un ecosistema saturado de mensajes engañosos. El resultado es una erosión de la confianza pública en la ciencia, que compromete tanto las políticas de sostenibilidad como la salud democrática.
El ecosistema de la desinformación
Las noticias falsas no son un fenómeno nuevo, pero su impacto se ha multiplicado con la digitalización y las redes sociales. Antes, una mentira necesitaba un canal limitado de difusión; hoy, puede viralizarse en cuestión de minutos y llegar a millones de personas.
Existen varios factores que alimentan este ecosistema:
- Velocidad y viralidad: los algoritmos priorizan lo llamativo frente a lo riguroso.
- Emociones sobre hechos: la indignación o el miedo generan más interacción que los datos contrastados.
- Burbujas informativas: los usuarios consumen contenidos que refuerzan sus creencias, aislándose de información crítica.
- Intereses políticos y económicos: ciertos actores difunden deliberadamente desinformación para obtener beneficios o manipular la opinión pública.
En este caldo de cultivo, la ciencia, con sus tiempos lentos y su lenguaje especializado, parece en desventaja frente a mensajes simples y contundentes, aunque sean falsos.
El negacionismo climático: un caso paradigmático
El cambio climático es, sin duda, uno de los campos donde la desinformación ha tenido mayor impacto. A pesar de la abrumadora evidencia científica (consensos internacionales, informes del IPCC, observación directa de fenómenos extremos) persiste un discurso negacionista, especialmente amplificado en algunos medios de comunicación y redes sociales.
En Europa, el negacionismo climático tiene menos fuerza institucional que en Estados Unidos, pero no ha desaparecido. En España, algunos partidos políticos y figuras mediáticas cuestionan aún la gravedad del fenómeno, sembrando dudas en la ciudadanía. Este discurso obstaculiza políticas urgentes de transición energética y genera retrasos que tendrán un alto coste social y ambiental.
La estrategia suele ser siempre la misma: sembrar incertidumbre (“no está claro que el hombre sea el responsable”), exagerar los costes de la transición (“perderemos empleos, subirá la luz”) o apelar al escepticismo ciudadano (“los científicos no se ponen de acuerdo”).
El caso de las vacunas y la pandemia
Otro ejemplo reciente es la pandemia de COVID-19. Mientras la comunidad científica lograba en tiempo récord desarrollar vacunas seguras y eficaces, en paralelo circulaban miles de bulos: desde la idea de que las vacunas contenían microchips hasta teorías conspirativas sobre su supuesta toxicidad.
Estas narrativas tuvieron consecuencias concretas: desconfianza en campañas de vacunación, retrasos en la inmunidad colectiva y, en algunos casos, rechazo frontal a políticas de salud pública. En este contexto, quedó claro que combatir una pandemia no era solo una cuestión biológica, sino también comunicativa y cultural.
El método científico como antídoto
Ante este panorama, es crucial recordar qué distingue a la ciencia de otras formas de conocimiento. No es infalible, pero sí tiene un mecanismo de autocorrección único: el método científico.
- La ciencia formula hipótesis que deben ser contrastadas con datos.
- Los resultados son sometidos a revisión por pares.
- Los hallazgos pueden ser replicados o refutados.
- El conocimiento se acumula de manera progresiva, corrigiendo errores.
Este proceso puede parecer lento o contradictorio, porque implica debate, revisiones y a veces cambios de opinión. Pero esa es precisamente su fortaleza: la ciencia no se basa en dogmas inmutables, sino en evidencia revisable.
El problema es que esta dinámica choca con la lógica de las redes sociales, donde los mensajes cortos y contundentes se imponen. Explicar que un estudio tiene limitaciones o que los resultados son preliminares suele ser menos atractivo que un titular alarmista.
La responsabilidad de los científicos y de los medios
Combatir la desinformación no significa solo pedir a la ciudadanía que sea más crítica. También implica una responsabilidad activa de la comunidad científica y de los medios de comunicación.
- Los científicos deben hacer un esfuerzo de divulgación clara, accesible y honesta, evitando tecnicismos innecesarios y reconociendo las incertidumbres.
- Los medios deben priorizar el rigor frente al sensacionalismo, resistiendo la tentación de dar espacio a discursos pseudocientíficos en aras de una “falsa equidistancia”.
- Las instituciones públicas deben invertir en programas de alfabetización mediática y científica, para que la población pueda distinguir entre información contrastada y bulos.
En España, iniciativas como Maldita Ciencia han mostrado el valor del fact-checking, aunque aún falta integrarlas en una estrategia más amplia y estructural.
El papel de la ciudadanía
La lucha contra las fake news no se ganará sin una ciudadanía crítica. En este sentido, la cultura científica se convierte en una herramienta de defensa democrática. Una persona que comprende cómo funciona el método científico está mejor preparada para detectar discursos manipuladores.
Además, el fomento de la ciencia ciudadana puede ser un recurso valioso: participar en proyectos de observación de aves, medición de calidad del aire o monitoreo de datos ambientales acerca la ciencia a la vida cotidiana, fortalece la confianza y reduce la distancia entre expertos y sociedad.
Democracia, ciencia y sostenibilidad
Los ataques a la ciencia no son un fenómeno aislado: forman parte de una crisis más amplia de confianza en las instituciones democráticas. La desinformación erosiona los consensos sociales necesarios para afrontar desafíos colectivos. Si no se reconoce la validez de la evidencia científica, difícilmente se podrán implementar políticas de sostenibilidad, salud pública o transición energética.
Por ello, defender la ciencia no es solo una cuestión académica: es defender la capacidad democrática de tomar decisiones basadas en hechos y no en bulos. La ciencia se convierte, así, en un pilar de la resiliencia social frente a los desafíos del siglo XXI.
Conclusión: reconstruir la confianza
La ciencia está bajo ataque, pero también tiene herramientas para responder. Reconstruir la confianza requiere un esfuerzo colectivo: científicos, periodistas, instituciones y ciudadanía. Se trata de explicar mejor, escuchar más, y construir espacios de diálogo en los que la evidencia tenga un lugar central sin imponerse de manera autoritaria.
La buena noticia es que la mayoría de la población sigue confiando en la ciencia, aunque perciba contradicciones o dudas. La tarea pendiente es consolidar esa confianza, blindarla frente a la desinformación y convertirla en una base sólida para afrontar los retos de la Agenda 2030.
Preguntas para el debate
- ¿Qué factores explican que las fake news sean tan eficaces frente a la comunicación científica rigurosa?
- ¿Cómo debería responder la comunidad científica al negacionismo climático o a las campañas antivacunas?
- ¿Qué papel deben tener los medios de comunicación para evitar la “falsa equidistancia” entre ciencia y pseudociencia?
- ¿Qué iniciativas de alfabetización científica deberían impulsarse en España y Europa para fortalecer la confianza ciudadana?
- ¿En qué medida defender la ciencia es también defender la democracia?