En un mundo donde el desempleo y la precariedad coexisten con el estrés laboral y la fatiga crónica, el debate sobre el tiempo de trabajo ha vuelto al centro de la agenda. La propuesta de reducir la jornada laboral sin recorte salarial ya no es solo una aspiración sindical o una idea utópica: es una posibilidad concreta, con experiencias reales, evidencias crecientes y amplio respaldo social.
España se encuentra en una encrucijada: mientras parte del tejido empresarial aún defiende la cultura del presentismo, sectores crecientes de la sociedad reclaman más tiempo para vivir, cuidar, descansar o simplemente trabajar mejor. La cuestión ya no es si es posible trabajar menos, sino qué tipo de sociedad queremos construir con el tiempo que liberemos.
Una larga historia de lucha por el tiempo
La jornada laboral no es un hecho natural ni técnico: es el resultado de luchas sociales, conquistas sindicales y decisiones políticas. En el siglo XIX se luchó por las 10 horas. A comienzos del XX, por las 8. Hoy, un siglo después, ese modelo está obsoleto para muchos sectores, mientras en otros sigue sin cumplirse.
En España, la jornada legal sigue fijada en 40 horas semanales, aunque en la práctica muchas personas trabajan más —y otras, menos de lo que desearían. La doble brecha del tiempo (entre personas con jornadas excesivas y quienes sufren subempleo) refleja un reparto profundamente desigual del trabajo y del descanso.
La semana de 4 días: una idea en marcha
En los últimos años, distintos países y empresas han experimentado con modelos de reducción de jornada. El caso más mediático ha sido el del Reino Unido, donde más de 60 empresas adoptaron durante seis meses la semana de 4 días (32 horas) sin reducir salarios ni aumentar el ritmo de trabajo. ¿El resultado? Mejora de la productividad, reducción del absentismo, aumento del bienestar y mantenimiento (e incluso mejora) de los beneficios.
En España, el Gobierno lanzó en 2022 un proyecto piloto con 30 empresas, financiado parcialmente con fondos públicos, cuyos primeros resultados fueron prometedores. Algunas empresas del sector tecnológico, diseño o servicios profesionales han adoptado ya modelos de jornada reducida con buenos resultados.
Las claves del éxito están claras: organización eficiente del tiempo, reducción de tareas inútiles (reuniones excesivas, burocracia), digitalización y confianza en los equipos.
Beneficios sociales, económicos y ambientales
La reducción de la jornada laboral no solo mejora la calidad de vida de quienes trabajan: tiene impactos positivos de gran alcance:
- Salud física y mental: menos horas, menos estrés, más tiempo para dormir, alimentarse bien, hacer ejercicio o cuidar vínculos afectivos.
- Conciliación y corresponsabilidad: más tiempo para cuidar (niños, mayores, dependientes) y redistribuir el trabajo doméstico, hoy en gran parte feminizado.
- Redistribución del empleo: si se implanta de forma estructural, puede facilitar la contratación de más personas para cubrir turnos más cortos.
- Reducción del impacto ambiental: jornadas más cortas implican menos desplazamientos, menor consumo energético en oficinas y más tiempo para estilos de vida sostenibles.
- Aumento de la productividad: diversos estudios muestran que, más allá de un umbral, trabajar más horas no implica producir más, sino cometer más errores, enfermar más y desconectarse del propósito del trabajo.
Obstáculos: cultura, miedo e inercias
Pese a la evidencia, existen resistencias. Algunos sectores empresariales temen una pérdida de competitividad o un aumento de costes laborales. Otros se aferran a una cultura del control, donde el valor del trabajo se mide por el tiempo sentado en la silla, no por los resultados.
En sectores como la hostelería, la sanidad o la educación, la reducción de jornada requiere una planificación cuidadosa, refuerzo de plantillas y negociación con los actores implicados. No todas las actividades pueden comprimirse, pero sí adaptarse. No se trata de aplicar un modelo uniforme, sino de abrir el marco de posibilidades.
También hay un obstáculo ideológico: la idea de que trabajar mucho es sinónimo de virtud. En una sociedad donde el valor de las personas se mide por su productividad, trabajar menos parece casi un pecado. Frente a eso, es necesario construir una nueva ética del tiempo: una que reconozca el descanso, el cuidado y el ocio como dimensiones igualmente valiosas de la vida.
Un debate con perspectiva de clase y género
No todas las personas trabajan las mismas horas ni en las mismas condiciones. En España, muchas mujeres trabajan a tiempo parcial —muchas veces de forma involuntaria— porque asumen responsabilidades de cuidado. Muchas personas en situación de pobreza laboral tienen jornadas irregulares o múltiples empleos para llegar a fin de mes. La clase trabajadora no sufre tanto por exceso de trabajo como por su distribución injusta y su escasa calidad.
Por eso, la reducción de jornada no puede plantearse solo como una mejora para los trabajadores de oficina. Debe ir acompañada de:
- Mejoras salariales para quienes hoy no llegan a fin de mes.
- Garantías legales frente a la intensificación del trabajo.
- Políticas públicas de conciliación, cuidados y servicios comunitarios.
Solo así se evitará que trabajar menos sea un privilegio de unos pocos y no un derecho colectivo.
Reducción de jornada y teletrabajo: dos caminos hacia el mismo horizonte
La reducción del tiempo de trabajo no pasa solo por trabajar menos días o menos horas, sino también por trabajar de forma más inteligente y flexible. En ese sentido, el teletrabajo puede ser un aliado clave de la conciliación y de la reorganización del tiempo laboral, siempre que se aplique con garantías.
Ambas medidas —reducir la jornada y facilitar el trabajo a distancia— apuntan al mismo objetivo: recuperar el control sobre el tiempo de vida, evitar desplazamientos innecesarios, mejorar la salud física y mental, y permitir que las personas dediquen tiempo a cuidar, formarse, descansar o participar en su comunidad.
Sin embargo, como analizamos en el Artículo 8, el teletrabajo sigue infrautilizado en España por motivos culturales, organizativos y tecnológicos. A menudo se aplica como una concesión, no como un derecho estructural. Y muchas empresas lo usan más para externalizar costes que para mejorar la calidad del empleo.
Por eso, una política del tiempo del siglo XXI debe combinar ambas estrategias:
- Reducir la jornada laboral legal, sin pérdida de salario.
- Fomentar el teletrabajo estructurado y voluntario, con garantías de equidad y desconexión.
- Asegurar que ninguna de estas medidas intensifique el ritmo ni diluya derechos.
- Impulsar la formación digital y el rediseño organizativo, especialmente en el sector público y las pymes.
Conciliar no es solo cuestión de horarios: también de espacios, de autonomía y de confianza. Y eso exige repensar qué entendemos por trabajar y qué significa, en el fondo, vivir bien.
Política pública o privilegio empresarial
Una de las claves del futuro será si la reducción de jornada se convierte en política estructural —negociada, regulada, igualitaria— o queda en manos de empresas voluntaristas y sectores de alta cualificación.
En este sentido, el debate en España está abierto. Diversos sindicatos ya han incorporado la jornada de 32 horas como reivindicación estratégica. Algunos partidos la proponen como medida estructural. Y la ciudadanía la apoya: según el CIS (2024), más del 70% de los encuestados estaría a favor de reducir la jornada sin reducir el salario.
El Estado puede jugar un papel clave: incentivando la transición, financiando pruebas piloto, apoyando a las pymes en la reorganización del trabajo, y liderando con el ejemplo en el sector público.
Una cuestión de modelo de vida
Reducir la jornada laboral no es solo una medida económica: es una apuesta política, ética y cultural. Es elegir un modelo donde el tiempo no esté totalmente colonizado por el trabajo, donde vivir no dependa de producir sin descanso, y donde el bienestar no sea un lujo, sino un derecho.
El fenómeno de la Gran Dimisión (Great Resignation), que surgió con fuerza en EE. UU. tras la pandemia y tuvo réplicas más matizadas en Europa, describe un momento en el que millones de trabajadores renunciaron voluntariamente a sus empleos. No por capricho, sino por agotamiento, precariedad, falta de sentido o búsqueda de mejores condiciones vitales. Supuso una especie de «huelga silenciosa», una renuncia individual pero masiva a seguir soportando empleos insatisfactorios tras el shock colectivo del confinamiento.
En el caso español, el fenómeno no fue tan masivo (las tasas de dimisión fueron mucho menores que en EE. UU.), pero sí existió un cambio profundo de actitud hacia el trabajo, especialmente en sectores como la hostelería, el turismo, los cuidados o el telemarketing, donde la fatiga pandémica, los bajos salarios y la falta de estabilidad empujaron a miles de personas a replantearse su continuidad laboral.
También se tradujo en una creciente dificultad para cubrir determinados puestos de baja calidad, lo que tensionó discursos públicos y empresariales sobre la “falta de ganas de trabajar” y puso en evidencia las condiciones laborales estructuralmente deficientes en muchos sectores.
En Desafíos 2030 creemos que el tiempo es la nueva frontera de la justicia social. Y que la pregunta no es si podemos permitirnos trabajar menos, sino si podemos permitirnos seguir viviendo como hasta ahora.
Preguntas para el debate
- ¿Estamos preparados para reducir la jornada laboral sin pérdida de productividad?
- ¿Qué sectores se beneficiarían más de una jornada de 32 horas? ¿Cuáles presentan mayores dificultades?
- ¿Puede esta medida ser una solución para repartir empleo y combatir el desempleo estructural?
- ¿Qué impacto tendría sobre la salud mental y la calidad de vida?
- ¿Qué papel debe jugar el Estado en impulsar esta reforma: incentivos, legislación, ejemplo desde lo público?