El espejismo de la meritocracia: movilidad social en retroceso

Durante décadas, la promesa meritocrática fue el gran relato legitimador de nuestras democracias capitalistas: el esfuerzo y el talento, más allá del origen o la clase social, serían las claves del ascenso individual. Estudiar, esforzarse, trabajar duro… y recoger los frutos. Sin embargo, hoy esa narrativa se tambalea. En España y en buena parte de Europa, las posibilidades reales de movilidad social se han estancado o incluso retrocedido. Cada vez más, el punto de partida condiciona el punto de llegada. Y el ascensor social parece estropeado.

El mito de la meritocracia no solo genera frustración: enmascara las desigualdades estructurales, individualiza el fracaso y legitima privilegios heredados. Si no se pone en cuestión de forma crítica, bloquea cualquier posibilidad de construir una sociedad verdaderamente justa e inclusiva.

Mérito sin igualdad de condiciones: el relato roto

El principio meritocrático no es, en sí, problemático. La idea de que las personas deben ser reconocidas por su esfuerzo o capacidades puede ser justa. El problema aparece cuando ese mérito se mide sin tener en cuenta las condiciones de origen, el contexto social y las desigualdades de partida.

En España, los datos son elocuentes. Según el informe Panorama de la Movilidad Social de la OCDE (2023), un joven de familia humilde necesita, de media, cuatro generaciones para alcanzar el ingreso medio. Además:

  • Las personas nacidas en hogares con bajo nivel educativo tienen menos probabilidades de acceder a estudios superiores.
  • La probabilidad de que un joven acceda a un empleo cualificado aumenta si sus padres también lo tuvieron, independientemente del rendimiento académico.
  • Las redes familiares y los contactos personales siguen siendo clave para acceder a oportunidades profesionales, especialmente en sectores como el periodismo, el derecho o la política.

Así, el «mérito» no es universal, sino filtrado por condiciones socioeconómicas, geográficas, raciales y de género.

El peso del origen: una desigualdad heredada

La transmisión intergeneracional de las desigualdades comienza en la infancia. La calidad de la educación, el acceso a servicios públicos, la estabilidad del entorno familiar, la vivienda, el tiempo dedicado al cuidado… todo eso influye en el desarrollo de habilidades, expectativas y trayectorias vitales.

En España, la segregación escolar sigue siendo un problema estructural. Las diferencias de rendimiento entre centros públicos y concertados, o entre barrios ricos y barrios empobrecidos, no hacen más que ampliar la brecha. A esto se suma la brecha digital, las dificultades para acceder a idiomas, tecnología o formación extracurricular.

Más adelante, las prácticas no remuneradas, las becas mal pagadas o las oposiciones de larga duración benefician a quienes pueden permitirse años de formación sin ingresos. Para muchas personas, la carrera “por mérito” empieza ya en desventaja.

Esfuerzo sin recompensa: jóvenes atrapados en la frustración

Los discursos meritocráticos son especialmente dañinos cuando se enfrentan a la realidad del mercado laboral juvenil. Muchos jóvenes con estudios superiores, másteres y experiencia internacional se ven atrapados en empleos precarios, salarios bajos y falta de perspectivas.

La promesa de que el esfuerzo trae recompensa se desvanece. En su lugar, crecen la frustración, la ansiedad y la sensación de estafa. Como señalaba el filósofo Michael Sandel, la meritocracia ha pasado de ser un ideal inspirador a una narrativa humillante: si no triunfas, es porque no te has esforzado lo suficiente.

Esta lógica individualiza el fracaso y esconde las estructuras que lo producen. No reconoce los techos de cristal, las redes de privilegio ni los mecanismos de exclusión silenciosa. Alimenta el clasismo y justifica la desigualdad como algo “natural”.

Cuando la élite se hereda: movilidad bloqueada

Lejos de lo que promete el relato meritocrático, las élites económicas, políticas y culturales siguen siendo profundamente endogámicas. En España, numerosos estudios muestran que las posiciones de poder siguen ocupadas por personas provenientes de clases medias-altas, con acceso a educación privada, idiomas y redes familiares influyentes.

El resultado es una sociedad que no reconoce todo el talento disponible y que desperdicia las capacidades de millones de personas. La desigualdad no solo es injusta: también es ineficiente.

Además, el bloqueo de la movilidad social tiene consecuencias políticas: desafección, populismo, polarización. Si las personas no perciben que pueden mejorar su situación con esfuerzo, pierden la confianza en el sistema democrático y se refugian en discursos de resentimiento o repliegue identitario.

¿Cómo reactivar el ascensor social? Políticas estructurales

Recuperar la movilidad social no se consigue con consejos de autoayuda, sino con políticas públicas audaces y redistributivas:

  • Invertir en educación pública de calidad, con recursos extra para los entornos más vulnerables, y una verdadera política de equidad que combata la segregación escolar.
  • Garantizar acceso gratuito y universal a la educación superior, incluyendo ayudas al estudio suficientes para quienes no pueden pagarse una carrera universitaria.
  • Regular las prácticas laborales y acabar con los trabajos no remunerados como puerta de entrada al mercado.
  • Diseñar un sistema fiscal progresivo, donde quienes más tienen contribuyan más, y esa riqueza se redistribuya en forma de servicios públicos, vivienda, cuidados y protección social.
  • Fomentar la diversidad en los espacios de poder: cuotas sociales, transparencia en los procesos de selección, mentoría e inclusión activa.

Una democracia sin igualdad real es una promesa vacía

La meritocracia, tal como se ha formulado hasta ahora, ya no sirve. Si no se reconocen y corrigen las desigualdades de base, lo que llamamos mérito no es más que el resultado del privilegio. Y un sistema que solo premia a quienes ya parten en ventaja, reproduce la desigualdad generación tras generación.

En Desafíos 2030 creemos que la igualdad de oportunidades real —no solo teórica— es una condición indispensable para una democracia viva y legítima. Necesitamos reconstruir un proyecto colectivo donde el lugar de nacimiento no determine el destino, donde el talento no se desperdicie por falta de recursos, y donde el esfuerzo tenga sentido dentro de un marco de justicia social.

El reto está servido: dejar de prometer que “el que quiere, puede”, y empezar a construir una sociedad donde todos puedan, si quieren.

Preguntas para el debate

  1. ¿Existe hoy verdadera igualdad de oportunidades en España?
  2. ¿Cómo afecta el mito de la meritocracia a las personas que parten de situaciones desfavorables?
  3. ¿Qué papel juega la educación en la reproducción o ruptura de las desigualdades?
  4. ¿Es legítimo que el mérito individual determine el acceso a los bienes sociales?
  5. ¿Qué políticas serían efectivas para reactivar el ascensor social?
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