Cuando hablamos de la industria no nos referimos solo a fábricas humeantes o cadenas de montaje: hablamos de un núcleo de actividad económica que sostiene empleos estables, impulsa la innovación, genera cohesión territorial y garantiza autonomía estratégica.
Sin embargo, a pesar de su importancia, la industria ha sido objeto de debate durante décadas. ¿Debe considerarse un sector que merece protección especial? ¿O debe someterse sin reservas a la lógica del mercado? Para responder a estas preguntas necesitamos comprender tanto por qué la industria sigue siendo esencial como qué significa, en la práctica, hacer política industrial.
Por qué la industria sigue siendo clave
Empleo de calidad. Diversos estudios muestran que los trabajadores de la industria perciben salarios superiores a la media de la economía y disfrutan de mayor estabilidad laboral. Además, la industria demanda perfiles técnicos y profesionales cualificados, lo que eleva la base formativa de un país.
Innovación y productividad. La mayor parte de la inversión en I+D empresarial se concentra en sectores industriales. Desde la biotecnología hasta la robótica, pasando por los materiales avanzados, las innovaciones industriales tienen un efecto multiplicador sobre otros sectores de la economía.
Cohesión territorial. A diferencia de muchas actividades de servicios, la industria se distribuye a menudo en regiones medias o periféricas. Su presencia contribuye a mantener empleo y población en zonas que, de otro modo, podrían sufrir procesos de despoblación.
Autonomía estratégica. La pandemia y las tensiones geopolíticas han puesto de relieve la dependencia de Europa respecto a proveedores externos en ámbitos como los medicamentos, los chips electrónicos o la energía. Disponer de una base industrial propia no significa autarquía, pero sí reduce vulnerabilidades y permite reaccionar con mayor resiliencia.
Qué entendemos por política industrial
La expresión “política industrial” suele generar debates intensos. Para algunos, evoca intervencionismo excesivo y empresas públicas ineficientes. Para otros, es sinónimo de visión estratégica y capacidad de orientar el desarrollo económico.
En términos generales, la política industrial puede definirse como el conjunto de medidas que adoptan los poderes públicos para orientar, apoyar o transformar la estructura productiva de un país, con especial atención a los sectores industriales.
No se trata, por tanto, de dejar el futuro productivo únicamente en manos del mercado. Se trata de reconocer que las decisiones sobre dónde invertir, qué innovaciones impulsar y qué sectores priorizar tienen consecuencias colectivas y, en ocasiones, requieren de coordinación pública.
Instrumentos clásicos de la política industrial
A lo largo de la historia, los gobiernos han utilizado una amplia variedad de herramientas para fomentar o reorientar su base industrial. Algunas de las más destacadas son:
- Subvenciones y ayudas directas: apoyo financiero a empresas para invertir en nuevas tecnologías, reconvertirse o ganar competitividad.
- Créditos y avales públicos: facilitar acceso a financiación a proyectos que, aunque estratégicos, podrían resultar demasiado arriesgados para la banca privada.
- Incentivos fiscales: deducciones por invertir en I+D, en energías limpias o en contratación de personal cualificado.
- Compras públicas estratégicas: los Estados pueden orientar la demanda al convertirse en grandes clientes de determinados bienes (por ejemplo, renovables, equipamiento médico, defensa).
- Formación y cualificación: políticas de educación y formación profesional ligadas a sectores industriales concretos.
- Infraestructuras: redes de transporte, telecomunicaciones o energía que facilitan la competitividad industrial.
- Apoyo a clusters y ecosistemas: fomentar la concentración de empresas, universidades y centros de investigación en un territorio para generar sinergias (ejemplo: Silicon Valley en EE. UU., o el clúster automovilístico en Cataluña).
Viejas y nuevas formas de política industrial
La política industrial no es estática. Puede adoptar formas muy distintas según la época y el contexto:
- Política defensiva (años 80): destinada a gestionar la reconversión de sectores en crisis, como la minería o la siderurgia.
- Política horizontal (años 90 y 2000): centrada en crear un buen entorno para todos los sectores (infraestructuras, formación, I+D), sin elegir ganadores ni perdedores.
- Política estratégica (actualidad): apuesta por sectores concretos ligados a los grandes retos de la transición ecológica y digital: energías renovables, baterías eléctricas, semiconductores, biotecnología.
Hoy en día, el debate ya no es si debe haber política industrial, sino qué tipo de política industrial conviene en un mundo globalizado, digital y marcado por la urgencia climática.
Los riesgos de la política industrial
Conviene no idealizar: la política industrial también plantea riesgos.
- Captura del regulador: cuando las grandes empresas logran orientar las ayudas públicas en su propio beneficio.
- Ineficiencias: inversiones que no generan los resultados esperados, proyectos que fracasan pese a las subvenciones.
- Conflictos internacionales: las ayudas estatales pueden considerarse competencia desleal en mercados globales.
Por eso, la política industrial requiere transparencia, evaluación continua y debate público.
Ejemplos recientes
Algunos ejemplos ilustran cómo se están aplicando estas políticas hoy:
- Plan de Recuperación y Resiliencia en España: con los PERTE (Proyectos Estratégicos para la Recuperación y Transformación Económica) en sectores como el vehículo eléctrico, la salud de vanguardia o las energías renovables.
- Estrategia Industrial Europea: con alianzas en torno a baterías, hidrógeno o microchips, buscando crear cadenas de valor propias.
- CHIPS Act en EE. UU.: inversión masiva en semiconductores para reducir la dependencia de Asia.
Conclusión: un equilibrio necesario
La industria sigue siendo un sector fundamental para garantizar empleo, innovación, cohesión y autonomía. La política industrial, lejos de ser un anacronismo, se ha convertido en una herramienta imprescindible para orientar el futuro económico en un contexto de transición ecológica, digital y geopolítica incierta.
La cuestión clave no es si debemos tener política industrial, sino cómo diseñarla para que sea eficaz, transparente, inclusiva y sostenible. Y sobre todo, cómo lograr que este debate salga de los despachos y llegue a la ciudadanía, que en última instancia es quien se beneficia, o sufre, las consecuencias de las decisiones industriales.
Preguntas para el debate
- ¿Por qué la industria genera más empleos estables y mejor remunerados que otros sectores?
- ¿Qué instrumentos de política industrial resultan más efectivos hoy (subvenciones, compras públicas, clusters…)?
- ¿Cómo evitar que las ayudas públicas beneficien solo a grandes empresas?
- ¿Qué significa hablar de “industria como ecosistema” en lugar de sector aislado?
- ¿Cómo puede conciliarse la intervención estatal con la competencia de mercado?