Repensar el urbanismo

En las primeras décadas del siglo XXI, las ciudades se han convertido en el escenario donde confluyen crisis de muy distinta naturaleza: la emergencia climática, el aumento de las desigualdades, la presión sobre los recursos, la inestabilidad económica y las transformaciones tecnológicas aceleradas. El urbanismo, históricamente centrado en la expansión física y la regulación del uso del suelo, se enfrenta hoy a la necesidad de replantear sus métodos, prioridades y valores para poder responder a este contexto.

Repensar el urbanismo significa reconocer que las herramientas con las que hemos planificado nuestras ciudades ya no bastan. El modelo tradicional, rígido y orientado a un crecimiento continuo, tropieza frente a realidades cambiantes que exigen adaptabilidad, visión integrada y capacidad de anticipación. Las crisis recientes, desde la pandemia hasta los episodios climáticos extremos, han evidenciado que el diseño urbano no puede limitarse a ordenar calles y parcelas; debe, ante todo, garantizar entornos capaces de resistir, adaptarse y transformarse.

La magnitud de este reto queda clara si recordamos que las ciudades concentran más del 55 % de la población mundial, consumen cerca del 78 % de la energía y generan más del 70 % de las emisiones de gases de efecto invernadero. Este peso demográfico y ambiental convierte a lo urbano en un frente prioritario para abordar los grandes desafíos globales. A la vez, las ciudades son centros de innovación, creatividad y cambio social, lo que las sitúa en una posición privilegiada para liderar transformaciones profundas.

En este proceso, conceptos como resiliencia urbana, equidad, transición ecológica o gobernanza abierta dejan de ser términos académicos para convertirse en criterios operativos. Reforzar la resiliencia implica dotar a las ciudades de infraestructuras flexibles y comunidades preparadas para afrontar crisis. La equidad demanda una distribución justa de recursos y servicios, evitando que las transformaciones urbanas se traduzcan en exclusión. La transición ecológica supone integrar la naturaleza en la ciudad, reducir consumos energéticos y apostar por una movilidad limpia. Y la gobernanza abierta exige implicar a la ciudadanía en la toma de decisiones, no como un trámite, sino como una base para construir confianza y legitimidad.

Nuevas estrategias

Ello supone adoptar y combinar distintas estrategias:

  1. Planificación adaptativa: planificar con documentos vivos que se revisan periódicamente y permiten ajustes según nuevas necesidades o crisis.
  2. Urbanismo táctico: prototipar con intervenciones rápidas, de bajo coste y carácter experimental (calles peatonalizadas temporales, parklets, huertos urbanos) para testar soluciones antes de consolidarlas.
  3. Implementar medidas de adaptación y mitigación: integrar la perspectiva climática en todas las fases de planificación.
  4. Regeneración frente a expansión: priorizar la rehabilitación de barrios y espacios existentes, evitando el consumo de suelo no urbanizado.
  5. Infraestructura verde y azul: desarrollar redes de espacios naturales y sistemas de agua que mejoran la calidad ambiental y mitigan impactos climáticos.
  6. Participación ciudadana: establecer mecanismos permanentes de participación ciudadana y que faciliten un diálogo creativo entre técnicos, administraciones, academia, empresas y ciudadanía.
  7. Relación campo-ciudad: Fomentar la conexión entre lo urbano y lo rural en un marco territorial coherente.

No se trata de inventar desde cero, sino de aprender de experiencias que ya apuntan en esta dirección. Ciudades como Ámsterdam, con su modelo de “economía del donut”, han replanteado su desarrollo económico y urbano para vivir dentro de límites ecológicos y sociales. Medellín, tras décadas marcadas por la violencia, apostó por la movilidad integrada y los equipamientos sociales en barrios periféricos como motor de cohesión. París, con sus calles escolares y su proyecto de ciudad de 15 minutos, explora cómo acercar servicios y reducir la dependencia del coche.

Repensar el urbanismo implica aceptar que el futuro será incierto y que la mejor forma de prepararse será construir ciudades flexibles, capaces de evolucionar.

El reto consistirá en pasar de un urbanismo “de normas y planos” a un urbanismo “de procesos” que facilite el despliegue ágil de las herramientas y las medidas que se exijan en cada momento para la adaptación a circunstancias cambiantes. Las ciudades que asuman este desafío estarán mejor preparadas para afrontar un mañana incierto y, sobre todo, más capacitadas para ofrecer calidad de vida a todas las personas que las habitan.

El urbanismo del siglo XXI deberá convertirse en un instrumento para anticipar riesgos, promover la justicia social y garantizar la sostenibilidad ambiental. Esto requerirá valentía política, innovación técnica y compromiso ciudadano.

Preguntas para el debate

  1. ¿Qué características debe tener un urbanismo capaz de responder a crisis múltiples y simultáneas?
  2. ¿Hasta qué punto el modelo de ciudad actual está preparado para el cambio climático y otras crisis globales?
  3. ¿Cómo equilibrar la flexibilidad de la planificación con la necesidad de dar seguridad jurídica?
  4. ¿Qué papel debería jugar la ciudadanía en la reformulación del urbanismo?
  5. ¿Qué aprendizajes podemos extraer de ciudades que ya han afrontado crisis profundas?
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