Durante siglos, el campo alimentó a las ciudades. Hoy, las ciudades se han convertido en nodos de consumo masivo que desconectan a la población urbana de los territorios que les proveen alimentos. Supermercados abastecidos permanentemente, comida ultraprocesada, cadenas de distribución invisibles, y una creciente ignorancia sobre cómo y dónde se produce lo que comemos. Este proceso de desconexión ha generado una fractura territorial y cultural entre el mundo urbano y el rural, con consecuencias profundas en términos de sostenibilidad, salud y justicia social.
Pero algo está cambiando. Las ciudades, hasta ahora vistas solo como puntos finales del sistema alimentario, están empezando a replantear su papel como actores políticos en la transformación de los modelos de producción, distribución y consumo de alimentos. A través de redes de municipios, políticas alimentarias locales, huertos urbanos, compras públicas sostenibles o ferias de productores, se está construyendo una nueva gobernanza alimentaria desde lo local, que busca reconectar el campo y la ciudad.
En este artículo, analizamos cómo el espacio urbano puede convertirse en motor de cambio hacia un sistema alimentario más justo, sostenible y resiliente, y qué desafíos y oportunidades abre esta transición.
El territorio como clave de la alimentación
Hablar de alimentación sin hablar de territorio es una forma de invisibilizar los procesos sociales, ecológicos y económicos que hacen posible que los alimentos lleguen a nuestros platos. El modelo actual fragmenta estos procesos: los alimentos se producen a miles de kilómetros, se procesan en plantas industriales, se trasladan por rutas globales y se consumen sin contexto. Esta deslocalización extrema genera dependencia, emisiones, pérdida de diversidad y desarraigo.
Por eso, cada vez más voces defienden la necesidad de relocalizar la alimentación: fortalecer las economías agrarias cercanas a los centros urbanos, reducir las cadenas de intermediación, crear mercados de proximidad y construir vínculos estables entre productores y consumidores. No se trata de cerrar las fronteras, sino de reconfigurar la escala del sistema alimentario para hacerlo más justo, resiliente y adaptado a los ecosistemas locales.
En este nuevo enfoque, las ciudades no son solo receptoras pasivas, sino espacios estratégicos para articular políticas que apoyen la transición hacia sistemas alimentarios territoriales.
El Pacto de Milán: ciudades por la alimentación sostenible
Un paso importante en esta dirección fue la adopción del Pacto de Política Alimentaria Urbana de Milán (2015), firmado por más de 250 ciudades del mundo, incluidas Barcelona, Valencia, Bilbao o Madrid, con el objetivo de promover sistemas alimentarios urbanos sostenibles, inclusivos, resilientes, seguros y diversificados.
Este pacto reconoce el papel clave de los gobiernos locales en garantizar el derecho a la alimentación, reducir el desperdicio, apoyar la producción local, fomentar la educación alimentaria y generar empleo digno en toda la cadena. Sus seis áreas de acción incluyen:
- Gobernanza alimentaria.
- Dietas sostenibles y nutrición.
- Equidad social y económica.
- Producción alimentaria.
- Distribución y cadena de suministro.
- Desperdicio alimentario.
El Pacto de Milán ha servido como marco de referencia para muchas ciudades europeas y latinoamericanas, que están desarrollando sus propias estrategias alimentarias urbanas, adaptadas a las particularidades locales.
Estas políticas no solo abordan la seguridad alimentaria, sino que también integran dimensiones ambientales, económicas, educativas y culturales, buscando un enfoque verdaderamente transformador.
Iniciativas comunitarias de base: tejiendo redes desde abajo
Más allá de las políticas institucionales, en muchas ciudades están emergiendo iniciativas ciudadanas que articulan alternativas reales al modelo alimentario dominante. Estas experiencias nacen del compromiso colectivo con la salud, el territorio, la justicia social y el medioambiente, y tienen un papel clave en la transición hacia sistemas alimentarios sostenibles.
Estas iniciativas, aún fragmentarias, tienen un potencial enorme si se integran en estrategias más amplias, con recursos adecuados, participación social y voluntad política.
Entre ellas destacan:
1. Grupos de consumo responsable. Colectivos de personas que se organizan para comprar alimentos directamente a productores locales, priorizando criterios de proximidad, sostenibilidad y relaciones justas. Suelen funcionar mediante encargos periódicos, precios acordados, y reparto de tareas entre consumidores.
2. Cooperativas de consumo y agroecológicas. Espacios autogestionados que permiten comprar alimentos ecológicos, locales y de comercio justo a precios accesibles, fuera del circuito de la gran distribución.
3. Mercados campesinos y ferias locales. Iniciativas que acercan a productores y consumidores, acortando la cadena de valor, generando confianza y promoviendo economías locales vivas.
4. Huertas urbanas comunitarias. Proyectos de cultivo en barrios, centros sociales, escuelas o azoteas que promueven la autosuficiencia alimentaria, la educación ecológica y la cohesión social.
5. Bancos de alimentos solidarios y redes de recuperación. Redes que recogen alimentos en buen estado descartados por comercios y mercados, para redistribuirlos a personas en situación de vulnerabilidad alimentaria.
Estas experiencias no sólo resuelven necesidades concretas, sino que también reconstruyen el vínculo entre quienes producen y quienes consumen, y demuestran que otras formas de organizarnos alrededor de la alimentación son posibles.
Circuitos cortos: economía solidaria y sostenibilidad
Los circuitos cortos de comercialización son clave para una transición alimentaria justa. Se basan en la venta directa o con un solo intermediario, fortaleciendo la relación entre productor y consumidor, reduciendo emisiones de transporte y generando mayor valor añadido en el territorio de origen.
Ventajas de los circuitos cortos:
- Mejores precios para productores y consumidores.
- Transparencia en la procedencia y condiciones de producción.
- Reducción de la huella ecológica, al eliminar transporte y envasado innecesarios.
- Revalorización de la producción local y de temporada.
- Cohesión social, al promover relaciones directas y confianza mutua.
Para que estos circuitos prosperen, se necesitan políticas públicas que faciliten espacios de venta, reduzcan cargas fiscales y sanitarias desproporcionadas, y visibilicen estos canales frente al dominio de las grandes superficies.
Reequilibrar las relaciones campo-ciudad
Uno de los principales desafíos es romper la lógica extractiva que ha caracterizado la relación entre ciudad y campo. Durante décadas, las ciudades han crecido a costa de la despoblación, el empobrecimiento y la marginación de los territorios rurales. La urbanización ha absorbido recursos, personas y decisiones, sin devolver valor ni reconocer la contribución vital del mundo rural.
Para avanzar hacia sistemas alimentarios justos, es necesario reconstruir esta relación sobre nuevas bases:
- Reconocer la función estratégica del medio rural como proveedor de alimentos, biodiversidad y servicios ecosistémicos.
- Establecer alianzas directas entre gobiernos locales urbanos y rurales.
- Asegurar condiciones de vida dignas para quienes producen alimentos: acceso a vivienda, servicios públicos, conectividad, etc.
- Combatir la especulación sobre la tierra en zonas periurbanas, garantizando su uso agrícola.
Reequilibrar el territorio no es solo una cuestión alimentaria: es una condición para la cohesión social y la sostenibilidad ambiental.
Comer es también hacer ciudad
La forma en que se organiza la alimentación en las ciudades dice mucho sobre el tipo de sociedad que queremos construir. Si el acceso a alimentos saludables depende del barrio donde se vive, del ingreso familiar o del tipo de supermercado disponible, entonces la alimentación se convierte en un factor de exclusión y desigualdad.
Por el contrario, cuando las ciudades asumen su responsabilidad y diseñan políticas alimentarias integrales, pueden ser espacios de inclusión, salud y justicia. Pueden generar empleo verde, fortalecer el tejido comunitario, mejorar la salud pública y contribuir a la transición ecológica.
En este escenario, la ciudadanía tiene un papel clave: exigir políticas alimentarias justas, apoyar las iniciativas locales, consumir con conciencia y participar en los espacios de decisión.
Preguntas para el debate
- ¿Qué papel pueden jugar las ciudades en la transformación del sistema alimentario?
- ¿Qué propuestas concretas contiene el Pacto de Milán, y por qué son relevantes?
- ¿Cómo se pueden fortalecer los vínculos entre producción local y consumo urbano?
- ¿Qué barreras impiden que los productos locales lleguen a los comedores escolares o a mercados urbanos?
- ¿Cómo puede la ciudadanía urbana apoyar la alimentación sostenible y el trabajo rural?