Quién alimenta al mundo: anatomía del sistema alimentario global

El sistema alimentario global es capaz de producir más alimentos de los que necesita la población mundial y, sin embargo, deja a millones de personas con hambre. Es un sistema que empuja a la quiebra a pequeños agricultores mientras genera beneficios multimillonarios para unas pocas corporaciones. Un sistema que contamina, degrada la biodiversidad y calienta el planeta.

Entender cómo funciona es clave para poder transformarlo. El modelo actual no es el resultado inevitable del desarrollo tecnológico o del crecimiento económico, sino de decisiones políticas, intereses corporativos y estructuras de poder que se han ido consolidando durante décadas. Lo que comemos, cómo se produce, quién lo distribuye y a qué precio llega a nuestra mesa son cuestiones profundamente políticas.

De la semilla al supermercado

El sistema agroalimentario se ha vuelto cada vez más vertical e integrado. Pocas empresas controlan múltiples eslabones de la cadena: producción de insumos (semillas, fertilizantes, pesticidas), acopio y procesamiento, transporte, comercialización y venta al por menor. Este fenómeno ha creado auténticos oligopolios globales, donde el poder económico se traduce en capacidad de influencia política, regulatoria y tecnológica.

Un ejemplo paradigmático es el de las semillas y los agroquímicos. Solo cuatro grandes compañías (Bayer-Monsanto, Corteva, Syngenta, propiedad de ChemChina, y BASF) controlan más del 60% del mercado mundial de semillas comerciales y más del 70% del mercado de pesticidas. En la industria de procesamiento y comercialización de granos, gigantes como Cargill, ADM, Bunge y Louis Dreyfus (conocidas como las «ABCD») dominan las operaciones globales, determinando precios, rutas comerciales y políticas agrícolas nacionales.

En el sector de la venta minorista, las grandes cadenas de supermercados han ganado un poder descomunal sobre la forma en que se distribuyen y consumen los alimentos. Esto ha transformado radicalmente las relaciones de poder a lo largo de la cadena: los pequeños productores, atrapados en redes de contratos desiguales, pierden capacidad de negociación, mientras los márgenes de beneficio se concentran en los tramos finales del sistema.

¿Quién decide qué comemos?

La concentración empresarial no solo afecta lo que se produce, sino también cómo se produce y qué llega al consumidor. Las decisiones sobre variedades agrícolas, técnicas de cultivo, tipo de productos alimentarios o campañas de marketing están en manos de unas pocas corporaciones cuya lógica prioritaria es el beneficio económico. Así, se fomenta la homogeneización de los cultivos, el uso intensivo de agroquímicos, la expansión de monocultivos y la venta de productos ultraprocesados con bajo valor nutricional pero alta rentabilidad.

Estas dinámicas afectan directamente a la salud pública. En muchas regiones del mundo, especialmente en zonas urbanas y empobrecidas, los productos más accesibles y baratos son aquellos ultraprocesados, ricos en azúcares, grasas saturadas y aditivos, mientras los alimentos frescos, locales y nutritivos resultan más caros o directamente inaccesibles. Este modelo alimentario contribuye a la expansión de enfermedades no transmisibles como la diabetes, la hipertensión o la obesidad, con enormes costes sociales y sanitarios.

Dependencia alimentaria y vulnerabilidad

La concentración del poder alimentario también tiene consecuencias geopolíticas. Muchos países, especialmente del Sur Global, han sufrido cómo sus sistemas agrícolas tradicionales se desmantelaban en favor de un modelo orientado a la exportación de materias primas (soja, maíz, café, cacao) o a la importación de alimentos básicos. Esto ha generado una dependencia alimentaria creciente, que los hace vulnerables a las fluctuaciones del mercado internacional, a los cambios climáticos y a las decisiones de unas pocas empresas o gobiernos.

La pandemia de COVID-19, la guerra en Ucrania o las olas de calor extremas han demostrado hasta qué punto este sistema es frágil y expone a millones de personas a la inseguridad alimentaria. El modelo de “justo a tiempo”, basado en largas cadenas de suministro globalizadas, ha chocado con los límites físicos, logísticos y ecológicos del planeta.

Agricultura sin agricultores

Una de las consecuencias más preocupantes del sistema alimentario global es la expulsión masiva de pequeños productores. En muchas regiones rurales, los agricultores pierden su tierra, su capacidad de competir en los mercados o su autonomía productiva. El acceso a insumos, certificaciones, transporte o distribución está mediado por grandes actores que imponen precios, condiciones y calendarios.

Frente a esta realidad, las políticas públicas suelen favorecer a los grandes productores, a través de subsidios, exenciones fiscales o infraestructuras adaptadas al agronegocio. La innovación tecnológica (como la agricultura de precisión, los drones o la edición genética) se presenta como la solución, pero en muchos casos termina reforzando la concentración y la dependencia.

Se consolida así un modelo de “agricultura sin agricultores”, donde el conocimiento local, los cultivos tradicionales, la biodiversidad y las formas de vida rurales son sacrificados en favor de una eficiencia técnica que solo beneficia a unos pocos.

¿Hay alternativa?

Pero existen alternativas. Frente a este modelo concentrado, depredador y excluyente, crecen en todo el mundo movimientos y propuestas por una alimentación más justa, democrática y sostenible. La soberanía alimentaria, impulsada por organizaciones campesinas como La Vía Campesina, defiende el derecho de los pueblos a decidir cómo producir, distribuir y consumir alimentos. La agroecología promueve prácticas agrícolas sostenibles, adaptadas al entorno local y centradas en la autonomía productiva. Redes de comercio justo, mercados locales, cooperativas de consumo y políticas alimentarias municipales están demostrando que es posible otro sistema.

Pero para que estas alternativas se conviertan en norma y no en excepción, se necesita voluntad política. Romper el poder de los oligopolios alimentarios requiere regulación antimonopolio, fomento activo de la producción local, inversión en circuitos cortos, apoyo a la agricultura familiar y, sobre todo, un cambio profundo en la forma en que entendemos la alimentación: de mercancía a derecho.

Preguntas para el debate

  1. ¿Qué efectos tiene la concentración empresarial sobre los precios y la calidad de los alimentos?
  2. ¿Quién controla las decisiones sobre qué se cultiva y qué se consume a nivel global?
  3. ¿Qué papel juegan los supermercados en la organización del sistema alimentario?
  4. ¿Cómo afecta la dependencia alimentaria a la soberanía de los países?
  5. ¿Es compatible el libre mercado con el derecho universal a la alimentación?
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