Abandonar los combustibles fósiles

En plena década decisiva para frenar el calentamiento global, la transición hacia un sistema energético libre de emisiones se ha convertido en el eje de cualquier política climática responsable. Y aunque el camino está trazado, las resistencias estructurales y los tiempos siguen jugando en contra.

En 2024, el planeta registró por primera vez un año completo con una temperatura media +1,55 °C por encima del periodo preindustrial (1850–1900), el año más cálido desde que hay registros, según la Organización Meteorológica Mundial y Copernicus. Esto no significa que el objetivo del Acuerdo de París esté “formalmente incumplido”, porque ese objetivo se evalúa sobre promedios de largo plazo (≈20 años), no sobre un solo año, pero es una alarma inequívoca de que estamos entrando en la zona de riesgo.

¿Qué significa descarbonizar?

Descarbonizar el sistema energético implica reducir progresivamente a cero las emisiones netas de CO₂ y otros gases de efecto invernadero asociadas a la producción, distribución y consumo de energía. Esto no solo incluye cambiar las fuentes de energía (pasar de fósiles a renovables), sino también transformar usos finales y mejorar radicalmente la eficiencia.

Se trata de electrificar sectores actualmente dependientes del petróleo o el gas (como el transporte, la calefacción o la industria), y garantizar que esa electricidad provenga de fuentes limpias. También significa revisar hábitos de consumo, patrones de movilidad y estructuras urbanas. En definitiva, cambiar el sistema energético desde la raíz.

El final de la cuenta atrás

Para mantener opciones reales de estabilizar el calentamiento, el IPCC indica que las emisiones globales de GEI deben reducirse ~43% para 2030 respecto a 2019, con un pico a más tardar a mediados de la década de 2020, y avanzar hacia cero neto a mitad de siglo (con reducciones profundas también en metano). ESto exige:

  • Triplicar la capacidad renovable global antes de 2030.
  • Duplicar la tasa de mejora anual en eficiencia energética.
  • Eliminar nuevas inversiones en extracción de carbón, petróleo y gas incompatibles con trayectorias de 1,5–2 °C.
  • Orientar la financiación pública y privada hacia proyectos alineados con objetivos climáticos y de justicia social.

Sin embargo, el contraste entre discurso y acción sigue siendo brutal. En 2024, el mundo alcanzó un récord de consumo de gas fósil. Las grandes petroleras siguen invirtiendo miles de millones en nuevos yacimientos. Y muchos gobiernos, incluyendo países europeos, han optado por reabrir centrales de carbón como respuesta coyuntural a la crisis energética derivada de la guerra en Ucrania.

La descarbonización no será posible sin una voluntad política firme, acompañada de políticas públicas, regulación efectiva, financiación adecuada y presión social organizada.

España: avances y contradicciones

España ha dado pasos importantes en la dirección correcta. En 2020 cerró sus últimas minas de carbón, y entre 2019 y 2022 clausuró más de la mitad de sus centrales térmicas. En 2023, las energías renovables generaron por primera vez más del 50% de la electricidad del país. Además, cuenta con un Plan Nacional Integrado de Energía y Clima (PNIEC) que prevé alcanzar el 81% de generación eléctrica renovable en 2030 y una reducción del 32% de emisiones respecto a 1990.

Pero estos avances conviven con incoherencias estructurales:

  • La economía sigue fuertemente dependiente del gas natural importado, especialmente para usos térmicos en industria y hogares.
  • El sector del transporte, altamente fósil, es el mayor emisor del país y avanza lentamente hacia la electrificación.
  • Grandes empresas del oligopolio energético siguen presionando para mantener su cuota de mercado en base a infraestructuras fósiles (como regasificadoras, ciclos combinados o hidrógeno azul).
  • La transición aún no es justa: muchos hogares vulnerables carecen de acceso a tecnologías limpias y eficientes.

Descarbonizar en serio exige romper con inercias y garantizar que nadie quede atrás.

La trampa del «greenwashing»

Un riesgo creciente en este proceso es el del lavado verde: discursos que prometen sostenibilidad mientras mantienen modelos extractivos y contaminantes con maquillaje ecológico. Por ejemplo:

  • La promoción del gas como “energía de transición”, cuando se trata de un potente emisor de metano, un gas de efecto invernadero 80 veces más potente que el CO₂.
  • La apuesta por el hidrógeno “gris” o “azul”, generado a partir de gas fósil, en lugar de impulsar decididamente el hidrógeno verde.
  • La proliferación de proyectos de compensación de carbono que no reducen emisiones reales, sino que permiten seguir contaminando bajo mecanismos de mercado.

La descarbonización no puede ser un pretexto para abrir nuevos negocios sin transformar lo esencial. Debe ser una transformación sistémica, medible y justa.

Políticas clave para una descarbonización real

Para acelerar el proceso, se necesitan medidas estructurales y valientes. Algunas líneas estratégicas imprescindibles incluyen:

  • Eliminación progresiva de subvenciones a combustibles fósiles y penalización fiscal a las emisiones.
  • Aceleración del despliegue renovable, con prioridad a proyectos pequeños, comunitarios y respetuosos con el territorio.
  • Electrificación masiva del transporte, con infraestructuras de carga pública, transporte colectivo limpio y zonas de bajas emisiones.
  • Rehabilitación energética de edificios, especialmente en barrios vulnerables.
  • Financiación verde pública y accesible, que priorice a hogares, pymes, cooperativas y municipios.
  • Formación y empleo en sectores verdes, para facilitar la transición laboral de trabajadores del sector fósil.
  • Marco legal claro y estable, que facilite la planificación y proteja a los actores más pequeños del sistema.

No hay transición sin justicia

La transición energética no puede ser solo una cuestión de megavatios. Es también una cuestión de derechos, justicia y equidad. Descarbonizar sin justicia social puede generar nuevas brechas, aumentar los costes para los hogares más pobres y dejar atrás a comunidades enteras.

Por eso, el principio de “transición justa” debe estar en el centro de todas las políticas: garantizar que los beneficios (económicos, ambientales, laborales) se distribuyan equitativamente; que las decisiones sean participativas; y que las personas y territorios afectados por el cambio reciban apoyo, alternativas y reconocimiento.

¿Y si no lo hacemos?

La inacción tiene consecuencias devastadoras. Superar los 2° C significaría un escenario de colapso climático: sequías prolongadas, incendios extremos, aumento del nivel del mar, pérdida masiva de cosechas, crisis migratorias, conflictos por recursos… Y sobre todo, una creciente pérdida de control sobre el sistema climático que sostiene nuestras vidas.

Descarbonizar es evitar el colapso. Es ganar tiempo. Es mantener vivas las condiciones de habitabilidad del planeta.

Conclusión

Con 2024 como primera señal anual de +1,5 °C, ya no discutimos si la descarbonización es necesaria, sino cómo acelerarla con equidad y democracia. El desafío es enorme, pero también lo es la oportunidad: construir un sistema energético más limpio, más cercano y más justo. No hay margen para el retraso.

Preguntas para el debate

  1. ¿Qué sectores deberían descarbonizarse primero y con qué criterios?
  2. ¿Es posible una descarbonización justa sin comprometer la economía?
  3. ¿Qué papel deben jugar las grandes empresas fósiles en la transición?
  4. ¿Debería penalizarse el consumo de combustibles fósiles? ¿Cómo y a quién?
  5. ¿Cómo evitar que la descarbonización se convierta en una estrategia de greenwashing?
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