Ser joven en España en 2025 significa vivir en una permanente contradicción: tener más estudios que nunca y, sin embargo, menos certezas, menos estabilidad y menos independencia que generaciones anteriores. A pesar de los avances en educación, digitalización y movilidad, millones de jóvenes en nuestro país viven atrapados en un bucle de empleos mal pagados, contratos inestables y un mercado de vivienda inaccesible. La promesa de la movilidad ascendente, de “trabajar duro para progresar”, se ha roto. Y con ella, una parte fundamental del pacto social.
La situación no es solo injusta: es socialmente insostenible. La frustración generacional, la desafección política y el colapso demográfico son algunas de las consecuencias de un modelo económico que trata a sus jóvenes como una mano de obra barata, reemplazable y sin futuro.
Una generación sobrecualificada e infravalorada
España cuenta con una de las generaciones jóvenes más formadas de su historia. Según datos del Ministerio de Universidades, más del 44% de los jóvenes entre 25 y 34 años tiene estudios superiores, frente al 27% en el año 2000. Sin embargo, ese capital humano no se traduce en empleo de calidad.
El desempleo juvenil ronda todavía el 27%, el doble que la media europea. Y para quienes logran trabajar, las condiciones dejan mucho que desear: temporalidad, parcialidad involuntaria, salarios bajos y falta de perspectivas. La tasa de contratos temporales entre menores de 30 años, aunque ha bajado tras la reforma laboral de 2021, sigue siendo desproporcionadamente alta respecto al resto de franjas de edad.
Además, la sobreeducación —trabajar en empleos por debajo del nivel formativo— afecta al 35% de los jóvenes ocupados, una cifra muy superior a la media de la UE. Esto no solo supone un desperdicio de talento, sino también una fuente constante de frustración.
La trampa de la precariedad
La precariedad juvenil no es un fenómeno nuevo, pero en los últimos años ha adquirido un carácter estructural. Muchos jóvenes encadenan becas no remuneradas, prácticas encubiertas y empleos temporales que apenas cubren el alquiler o los gastos básicos.
El fenómeno de los llamados “ninis” —jóvenes que ni estudian ni trabajan—, que en España supera el 12%, no puede entenderse solo como desinterés o desmotivación. Muchos de estos jóvenes han abandonado estudios o el mercado laboral tras experiencias frustrantes, desmotivadoras o directamente abusivas.
A todo esto se suma la presión de una cultura laboral que, en ocasiones, romantiza el sacrificio: jornadas interminables, disponibilidad total, “pasión” por encima del descanso. Un entorno donde la estabilidad es vista como un lujo, no como un derecho.
Emanciparse: misión imposible
Uno de los indicadores más claros del deterioro de las condiciones juveniles es la edad media de emancipación: 30,3 años en España, una de las más altas de Europa, según el Consejo de la Juventud de España (CJE).
No se trata de una cuestión cultural, como a menudo se dice, sino económica. El salario medio de los menores de 30 años no supera los 1.100 euros netos mensuales, mientras que el precio medio de un alquiler en una gran ciudad supera los 900 euros. A eso se suman gastos de transporte, suministros, alimentación y, en muchos casos, ayudas económicas a familiares en situación de dependencia.
La consecuencia es una generación “atascada”: sin recursos para independizarse, formar una familia, planificar un futuro. El impacto se nota ya en la baja natalidad y en los indicadores de salud mental: ansiedad, depresión y estrés crónico afectan de forma creciente a los jóvenes en situación precaria.
Políticas públicas: entre la retórica y la insuficiencia
En los últimos años, el Gobierno ha impulsado varias medidas para aliviar esta situación: aumento del Salario Mínimo Interprofesional (hasta los 1.134 euros en 14 pagas), reforma laboral para reducir la temporalidad, políticas activas de empleo juvenil, programas de vivienda como el bono joven del alquiler.
Sin embargo, la escala de las intervenciones sigue siendo limitada frente a la magnitud del problema. El acceso a la vivienda continúa siendo una carrera de obstáculos, especialmente en las grandes ciudades. Las ayudas llegan a pocos beneficiarios, con una burocracia farragosa y plazos excesivos. Y la falta de una política de juventud estructural, transversal y bien financiada debilita la eficacia de cualquier medida aislada.
Una cuestión de derechos (y de democracia)
La precariedad juvenil no es solo un problema individual: es un problema colectivo. Porque cuando millones de jóvenes no pueden emanciparse, participar plenamente en la sociedad ni construir un futuro propio, la democracia se resiente. La desigualdad intergeneracional rompe la idea de progreso compartido y alimenta el desencanto, la desconfianza y, a menudo, la abstención.
Además, perpetuar la precariedad juvenil tiene un coste económico real: pérdida de talento, menor productividad, fuga de cerebros y un sistema de pensiones debilitado por la falta de cotizaciones suficientes.
Garantizar a los jóvenes acceso a empleos estables, viviendas dignas y servicios públicos de calidad no es un gasto: es una inversión en cohesión social y sostenibilidad futura.
¿Qué hacer? Por una agenda intergeneracional
Superar esta situación requiere voluntad política y una agenda clara:
- Garantizar empleos de calidad: más allá de reducir la temporalidad, es necesario que los empleos juveniles tengan condiciones dignas de salario, horario y protección.
- Política de vivienda pública ambiciosa: construir y movilizar vivienda asequible para alquiler estable, no solo parches de emergencia.
- Reforma fiscal progresiva: para financiar políticas de redistribución y garantizar equidad entre generaciones.
- Reconocimiento institucional del valor del tiempo joven: limitar prácticas no remuneradas, garantizar que toda experiencia laboral tenga derechos, y reforzar la inspección contra el fraude.
- Escuchar a los jóvenes: integrar su voz en el diseño de políticas, desde los ayuntamientos hasta las instituciones europeas.
Una generación que merece un futuro
La generación que ha crecido entre crisis merece algo más que discursos bienintencionados. Merece empleo digno, acceso a la vivienda, protección social, tiempo para vivir y espacio para soñar. No se trata de dar privilegios, sino de garantizar derechos.
Una sociedad que no cuida a sus jóvenes está condenada a repetirse, a envejecer sin renovación, a fracturarse por dentro. Porque el futuro no solo depende de la tecnología o la inversión: depende también de si permitimos a nuestras generaciones jóvenes construirlo con dignidad.
Preguntas para el debate
- ¿Qué barreras impiden hoy a los jóvenes emanciparse y desarrollar un proyecto vital autónomo?
- ¿Debería el Estado asumir un rol más activo en garantizar empleo digno para la juventud?
- ¿Es la precariedad una etapa transitoria o un nuevo modelo estructural?
- ¿Qué impacto tiene la falta de expectativas laborales en la salud mental y la participación democrática de los jóvenes?
- ¿Cómo deberían reorientarse las políticas educativas para conectar mejor con el mercado laboral?