Quién gana y quién pierde con el turismo

El turismo se presenta a menudo como una herramienta poderosa para el crecimiento económico y la creación de riqueza. Esta narrativa ha sido ampliamente adoptada por organismos internacionales, gobiernos locales y grandes corporaciones, que lo promocionan como un motor de desarrollo, particularmente en regiones económicamente desfavorecidas. Sin embargo, esta imagen optimista oculta una realidad más compleja: el turismo genera riqueza, sí, pero ¿cómo se distribuye? ¿Quiénes se benefician realmente y quiénes cargan con los costes?

Turismo: ¿riqueza para quién?

El turismo mueve cientos de miles de millones de dólares cada año. Según datos de la ONU Turismo, el turismo internacional generó más de 1,4 billones de dólares en ingresos directos en 2019. Esta cifra parece impresionante, pero plantea una pregunta clave: ¿dónde queda ese dinero?

En muchos destinos, especialmente del Sur Global o de zonas periféricas del Norte, la mayor parte de los ingresos turísticos no se reinvierte localmente. Esto se debe a varios factores:

  • Estructura empresarial concentrada: El turismo está dominado por grandes cadenas hoteleras, aerolíneas internacionales, plataformas tecnológicas y operadores multinacionales. Muchas veces, los servicios contratados por los turistas —vuelos, alojamiento, seguros, paquetes— se reservan desde sus países de origen, con escasa o nula participación de actores locales.
  • Fuga de beneficios: Buena parte del valor generado se transfiere al exterior en forma de dividendos, royalties, pagos a proveedores extranjeros o reembolsos fiscales. Este fenómeno, conocido como leakage (fuga), puede alcanzar niveles alarmantes: en algunos países africanos, hasta el 80% del gasto turístico no se queda en la economía local.
  • Economía informal y precaria: Los pequeños actores locales (artesanos, guías, restaurantes, transportistas) enfrentan barreras de acceso a los circuitos turísticos formales. Muchos sobreviven en condiciones precarias, con escasa protección laboral, sin acceso a crédito, y dependiendo de cadenas de valor que no controlan.

El turismo como forma de acumulación por desposesión

Lejos de ser un simple canal de ingresos, el turismo puede funcionar como un mecanismo de acumulación por desposesión, en términos del geógrafo David Harvey. Es decir, como un proceso en el cual ciertos actores se enriquecen apropiándose de recursos, saberes, territorios o infraestructuras que antes eran comunes, públicos o comunitarios.

Esto ocurre, por ejemplo, cuando:

  • Espacios públicos como playas, parques o plazas son privatizados o restringidos para el uso turístico.
  • Tierras comunales son vendidas o expropiadas para desarrollar complejos turísticos, muchas veces sin el consentimiento libre e informado de las comunidades locales.
  • Conocimientos culturales o gastronómicos son convertidos en productos turísticos, despojando a sus portadores originarios de control sobre su representación o comercialización.
  • Subsidios públicos y recursos fiscales se canalizan hacia la promoción turística en lugar de atender necesidades básicas como salud, educación o vivienda.

En todos estos casos, el turismo no solo no distribuye riqueza, sino que contribuye a aumentar las brechas existentes.

Externalidades invisibles: los costes no contabilizados

Además de la distribución desigual de los beneficios, el turismo genera una serie de externalidades negativas que rara vez son contabilizadas ni compensadas:

  • Impactos ambientales: degradación del territorio, contaminación, sobreexplotación de recursos naturales. Quienes viven en los territorios turísticos son quienes sufren directamente las consecuencias: escasez de agua, pérdida de biodiversidad, deterioro de su entorno vital.
  • Infraestructuras colapsadas: los servicios públicos (transporte, saneamiento, salud) se ven sobrecargados durante la temporada alta, generando incomodidades, encarecimiento de servicios o incluso exclusión para la población local.
  • Inflación y aumento del coste de vida: el efecto de la presión turística sobre los precios de la vivienda, los alimentos o los servicios básicos es evidente en muchos destinos, pero raramente se integra en los cálculos oficiales de “impacto económico positivo”.
  • Precariedad laboral: el empleo turístico suele estar marcado por la temporalidad, la rotación constante, la informalidad y, en muchos casos, condiciones laborales abusivas. En lugar de ser una oportunidad de desarrollo, se convierte en un ciclo de explotación.

Estas externalidades no son asumidas por las empresas turísticas, sino que recaen sobre el sector público y sobre las comunidades locales, que subsidian de facto el coste real del turismo.

Indicadores engañosos: el PIB como trampa

Una de las razones por las que el turismo goza de tan buena prensa es su supuesta contribución al Producto Interno Bruto (PIB). Sin embargo, este indicador es engañoso. El PIB mide la actividad económica agregada, pero no distingue entre actividades sostenibles y destructivas, ni entre beneficios concentrados y distribuidos. Tampoco descuenta los costes sociales o ambientales.

Así, un complejo turístico puede aumentar el PIB de una región, incluso si destruye un ecosistema costero, desplaza a una comunidad pesquera, y concentra sus beneficios en una empresa con sede en otro país. La riqueza aparente esconde desigualdad real.

Por eso, cada vez más voces proponen indicadores alternativos que midan el bienestar, la equidad, la salud ecosistémica y la calidad de vida de las comunidades locales. Si no cambiamos los indicadores, seguiremos premiando actividades que generan beneficios para pocos y costes para muchos.

¿Es posible otro modelo de distribución?

La buena noticia es que sí existen alternativas. En muchos territorios han surgido iniciativas que buscan asegurar una distribución más justa de los beneficios turísticos:

  • Turismo comunitario: gestionado directamente por las comunidades locales, que deciden cómo, cuándo y a qué escala recibir visitantes, asegurando que los ingresos se queden en el territorio.
  • Cooperativas turísticas: donde trabajadores, guías, propietarios de servicios y productores se asocian para ofrecer una experiencia turística integrada y equitativa.
  • Fiscalidad justa: impuestos a plataformas digitales, tasas turísticas redistributivas, y uso de fondos públicos para mejorar las condiciones de vida de las comunidades receptoras.
  • Compra local y circuitos cortos: fomentar que hoteles y restaurantes compren productos locales, apoyando la economía circular y la soberanía alimentaria.
  • Participación ciudadana: incluir a las comunidades en la toma de decisiones sobre planificación turística, evitando que se tomen a espaldas de quienes habitan el territorio.

Estas alternativas no son fáciles, ni exentas de tensiones, pero muestran que otro turismo, más justo, más inclusivo, más redistributivo, es posible.

Conclusión

El turismo, tal como está concebido hoy, no es un mecanismo neutral de generación de riqueza. Es un sistema económico con ganadores y perdedores, con centros de acumulación y periferias de desposesión. Si queremos que el turismo contribuya verdaderamente al bienestar colectivo, debemos ir más allá del crecimiento del PIB y centrarnos en la justicia distributiva.

Redistribuir la riqueza turística no es solo una cuestión económica, sino también ética y política. Se trata de decidir qué modelos promovemos, qué intereses protegemos y qué vidas ponemos en el centro.

Preguntas para el debate

  1. ¿A dónde va realmente el dinero generado por el turismo en los territorios receptores?
  2. ¿Qué mecanismos existen (o faltan) para redistribuir de forma justa los beneficios turísticos?
  3. ¿Cómo se pueden identificar y visibilizar las externalidades negativas del turismo?
  4. ¿Qué papel juegan las instituciones públicas en perpetuar (o frenar) estas desigualdades?
  5. ¿Qué indicadores alternativos al PIB podrían medir mejor el impacto del turismo en la vida de las personas?
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