España ha confiado gran parte de su crecimiento económico y de su estructura social a un actor aparentemente sencillo, pero profundamente determinante, el ladrillo. El mercado inmobiliario ha sido mucho más que un sector económico. Ha definido modelos de vida, decisiones familiares, políticas públicas y hasta crisis nacionales. Pero, ¿cómo llegamos a depender tanto de la vivienda como motor económico? ¿Y qué consecuencias ha tenido esa dependencia?
La estrategia de la cultura de la propiedad
En España, poseer una vivienda no es solo un sueño personal, sino una expectativa social. Esta mentalidad, profundamente arraigada, no es simplemente cultural, ha sido alimentada activamente por décadas de políticas públicas que han incentivado la compra de vivienda frente al alquiler.
Durante el franquismo, el Estado promovió la propiedad como vía de control social y como forma de estabilidad política. Se popularizó la frase «España, país de propietarios, no de proletarios», que resumía la voluntad del régimen de crear una clase media con patrimonio, pero sin excesiva autonomía política.
Ya en democracia, los gobiernos continuaron con desgravaciones fiscales a la compra, créditos hipotecarios incentivados, y muy poca inversión en alquiler público o social. El resultado: más del 70% de la población vive en una casa de su propiedad, y el parque público de vivienda representa apenas el 2-3% del total, frente al 15-20% de países como Países Bajos, Austria o Francia.
El ladrillo como motor económico
A partir de los años 90 y especialmente en los 2000, el ladrillo no solo era una forma de asegurar techo propio, era también el motor de la economía nacional. La construcción de viviendas y obras asociadas (carreteras, urbanización, servicios) tiraba del empleo, de la inversión extranjera y de los ingresos fiscales de los ayuntamientos.
Entre 1997 y 2007, el precio de la vivienda en España se triplicó, mientras los salarios se mantenían estancados. En esos años, se construían más viviendas en España que en Alemania, Francia e Italia juntas. Muchos compraban no solo para vivir, sino como forma de inversión, convencidos de que los precios solo podían subir. Las viviendas se convirtieron en productos financieros, intercambiados y revendidos, y se multiplicaron las promociones urbanísticas incluso en zonas sin demanda real.
Este crecimiento vertiginoso atrajo también a inversores internacionales, y muchas entidades financieras se especializaron en ofrecer hipotecas cada vez más arriesgadas, con condiciones laxas y en muchos casos abusivas. La vivienda dejó de ser un bien de uso para convertirse plenamente en un activo especulativo.
El estallido de la burbuja: la crisis de 2008
El modelo no era sostenible. La burbuja inmobiliaria estalló en 2008, coincidiendo con la crisis financiera global. Las consecuencias fueron devastadoras: cientos de miles de personas se quedaron sin trabajo, muchas con hipotecas imposibles de pagar y con casas cuyo valor se desplomó. A lo largo de los años siguientes, más de 500.000 familias fueron desahuciadas en España.
El sector bancario, estrechamente vinculado al negocio inmobiliario, sufrió una de sus peores crisis, lo que llevó a un rescate financiero multimillonario (más de 60.000 millones de euros). Mientras tanto, miles de viviendas quedaban vacías o eran adquiridas en bloque por fondos de inversión extranjeros a precios de saldo.
Las consecuencias no fueron solo económicas. La crisis destapó la vulnerabilidad del modelo español y abrió un nuevo ciclo de movilización social: surgieron movimientos como la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH), que denunciaron los desahucios, la falta de alternativas habitacionales y la ausencia de una red pública de vivienda que pudiera actuar como colchón social.
La dependencia del ladrillo no ha desaparecido
Aunque la crisis de 2008 dejó profundas cicatrices, el modelo no se ha transformado de forma estructural. Tras unos años de parálisis, el sector inmobiliario ha retomado fuerza, aunque con nuevas características. Si antes el protagonismo lo tenían las familias compradoras y los pequeños promotores, ahora lo tienen los fondos de inversión, las SOCIMIs (sociedades cotizadas de inversión inmobiliaria) y los grandes tenedores de vivienda en alquiler.
En las grandes ciudades, especialmente Madrid, Barcelona, Málaga o Valencia, los precios han vuelto a subir con fuerza, pero esta vez no tanto por el exceso de compra sino por un nuevo fenómeno, el alquiler como negocio rentable, alimentado por el auge de las viviendas turísticas, la escasa oferta pública y la falta de regulación efectiva.
La falta de un parque público fuerte hace que el mercado actúe con gran libertad, empujando a miles de personas a aceptar alquileres abusivos, condiciones inestables y expulsiones de barrios enteros. Es la continuidad del modelo especulativo, pero ahora desplazado del mercado de compra al de alquiler.
Un modelo centrado en la vivienda como inversión
La estructura fiscal y legal española sigue incentivando la propiedad sobre el alquiler, el beneficio privado sobre la función social de la vivienda. La compraventa de viviendas disfruta de numerosas ventajas fiscales; las herencias se gravan muy poco en muchas comunidades autónomas; y se permite la tenencia de grandes carteras de vivienda sin obligación de destinarlas a uso habitacional efectivo.
Todo esto refuerza un modelo donde la vivienda es tratada como activo financiero, incluso si eso contradice su función como derecho básico. Es un modelo que favorece a quienes ya tienen patrimonio, y que expulsa a los jóvenes, migrantes y clases trabajadoras del acceso a una vivienda estable.
¿Es posible otro modelo?
Varios países europeos han apostado, tras sus propias crisis inmobiliarias, por modelos más equilibrados. En Viena, el 60% de la población vive en alquiler social o cooperativo. En Berlín se ha planteado la expropiación de viviendas a grandes tenedores. En Portugal, el gobierno ha adoptado medidas para limitar las licencias de pisos turísticos en zonas tensionadas.
En España, sin embargo, la transformación estructural sigue pendiente. Se han dado pasos tímidos, como la Ley de Vivienda de 2023, pero sin cambiar el eje principal del modelo: la vivienda como motor económico basado en la propiedad privada y en el mercado libre.
Mientras tanto, la realidad se impone: los precios suben, la edad de emancipación se retrasa, y cada vez más personas destinan más del 40% de sus ingresos al alquiler. La dependencia del ladrillo sigue marcando el camino, y hasta que no se cuestione su centralidad, los síntomas del problema seguirán repitiéndose.
Del ladrillo al derecho
El modelo inmobiliario español no es inevitable. Fue una elección política y económica que hoy muestra signos de agotamiento. Superar la dependencia del ladrillo implica replantearse profundamente el papel del Estado, del mercado y de la vivienda en nuestra sociedad.
No se trata de negar el valor económico de la construcción o la inversión, sino de poner la vivienda al servicio de las personas, no de los balances financieros. Porque mientras sigamos tratando el techo como un activo antes que como un derecho, las consecuencias sociales seguirán siendo demasiado penosas para la gran mayoría de la ciudadanía.
Preguntas para el debate
- ¿Qué consecuencias tuvo el modelo basado en la construcción y compra de vivienda?
- ¿Por qué se incentivó históricamente la propiedad frente al alquiler en España?
- ¿Cómo afectó la burbuja inmobiliaria de 2008 a las familias trabajadoras?
- ¿Puede una economía sostenerse a largo plazo sobre el «ladrillo»?
- ¿Qué alternativas existen a un modelo inmobiliario especulativo?