La universidad pública atraviesa una crisis que trasciende las dificultades presupuestarias o los debates sobre calidad educativa. Se trata de una crisis más profunda que cuestiona su razón de ser en una sociedad que ha adoptado una lógica utilitarista extrema, donde toda experiencia humana se reduce a cálculos individuales de costo-beneficio. Esta mentalidad mercantil, que ve en toda institución mediadora un obstáculo a la eficiencia personal, amenaza con desmantelar uno de los pilares fundamentales de las sociedades democráticas.
En un mundo dominado por la promesa de empoderamiento individual y la eliminación de intermediarios «ineficientes», la universidad pública es cuestionada desde múltiples frentes. ¿Para qué mantener instituciones educativas públicas cuando el mercado puede ofrecer formación más ágil y especializada? ¿Por qué financiar con recursos públicos investigaciones que no prometen retornos económicos inmediatos? ¿No sería más eficiente que cada individuo busque la formación que mejor se adapte a sus necesidades específicas?
Estas preguntas revelan una comprensión reduccionista de lo que significa la educación superior y del papel que las universidades públicas han desempeñado históricamente en la construcción de sociedades prósperas y democráticas. Más allá de su función como proveedoras de credenciales profesionales, las universidades públicas han sido espacios donde las sociedades cultivan valores que trascienden el beneficio individual: la búsqueda desinteresada del conocimiento, la formación de ciudadanía crítica, la preservación del patrimonio cultural y la investigación de largo plazo orientada al bien común.
En este contexto, la universidad pública emerge no como un vestigio del pasado burocrático, sino como una mediación institucional indispensable para recuperar la trascendencia perdida y construir un proyecto social que vaya más allá del individualismo mercantil.
La mentalidad utilitarista y sus manifestaciones contemporáneas
El imperativo de la eficiencia personal
El fenómeno que caracteriza nuestra época es una mentalidad que reduce toda decisión vital a variables cuantificables en términos de utilidad personal. Este enfoque convierte a los seres humanos en pequeños empresarios de sí mismos, constantemente calculando el retorno de inversión de cada relación, cada experiencia, cada compromiso social.
Esta lógica se manifiesta en múltiples ámbitos. En las relaciones personales, las aplicaciones de citas prometen algoritmos que optimicen las «coincidencias» según criterios de compatibilidad cuantificables. En el ámbito laboral, el «networking» reemplaza la amistad genuina, y cada interacción se evalúa según su potencial para generar oportunidades futuras. En la educación, los estudiantes seleccionan carreras universitarias como inversiones financieras, calculando el tiempo de recuperación del capital invertido en matrícula.
La promesa del control directo y la eliminación de intermediarios
Una característica central de nuestro tiempo es la promesa recurrente de eliminar intermediarios para ofrecer «control directo» al individuo. Esta narrativa se manifiesta en diferentes contextos: desde plataformas tecnológicas que prometen conectar directamente compradores y vendedores, hasta propuestas que buscan reducir las mediaciones institucionales tradicionales.
La idea subyacente es seductora: ¿para qué mantener estructuras complejas cuando podemos acceder directamente a lo que necesitamos? Esta mentalidad ve en toda mediación institucional una fuente de ineficiencia que se interpone entre el individuo y sus objetivos inmediatos.
Sin embargo, esta aparente simplificación esconde una comprensión reduccionista de la vida social. La eliminación sistemática de mediaciones institucionales no necesariamente conduce a mayor libertad individual, sino que puede generar nuevas formas de dependencia y fragmentación social.
La universidad pública como antídoto al individualismo extremo
Más allá del mercado educativo
Cuando aplicamos la lógica del cálculo utilitario a la educación superior, la universidad se convierte en una mera inversión personal. Los estudiantes se comportan como clientes que buscan maximizar el retorno económico de su «compra» educativa, seleccionando carreras según las proyecciones salariales y evitando aquellas disciplinas humanísticas o científicas básicas que no prometen beneficios económicos inmediatos.
Esta mercantilización de la educación superior produce distorsiones profundas. Las universidades privadas, sometidas a la lógica del mercado, ajustan su oferta académica a las demandas inmediatas del sector productivo, abandonando la investigación básica y la formación integral. Los programas académicos se diseñan como productos de consumo, y el conocimiento se fragmenta en «competencias» específicas que puedan venderse por separado.
La universidad pública, en cambio, opera según una lógica diferente. No puede reducir su función a la satisfacción de demandas individuales porque debe responder a necesidades sociales más amplias: la formación de ciudadanos críticos, la investigación científica de largo plazo, la preservación y transmisión del patrimonio cultural, la generación de conocimiento que no tiene aplicación comercial inmediata pero que puede resultar crucial para el futuro de la sociedad.
La mediación necesaria entre individuo y sociedad
La universidad pública funciona como una institución mediadora en múltiples niveles. En primer lugar, media entre las aspiraciones individuales de los estudiantes y las necesidades colectivas de la sociedad. Un joven puede llegar a la universidad buscando una formación técnica específica, pero la experiencia universitaria integral lo expone a debates éticos, perspectivas históricas, métodos científicos y expresiones artísticas que amplían su horizonte más allá de sus intereses iniciales.
Esta mediación es particularmente importante en sociedades democráticas, donde los ciudadanos deben tomar decisiones informadas sobre asuntos públicos complejos. La universidad pública no solo forma profesionales competentes, sino ciudadanos capaces de participar en debates públicos con conocimiento de causa, de evaluar críticamente las propuestas y de contribuir al bien común desde sus respectivos campos de especialización.
En segundo lugar, la universidad pública media entre la lógica del mercado y la lógica del conocimiento. Mientras que el mercado tiende a privilegiar la investigación aplicada con resultados comercializables a corto plazo, la universidad pública puede sostener líneas de investigación básica que no prometen beneficios inmediatos pero que son fundamentales para el avance del conocimiento humano.
Trascendencia frente a inmanencia
La universidad pública cultiva lo que podríamos llamar «trascendencia secular»: la capacidad de conectar con propósitos que van más allá de la satisfacción personal inmediata. El estudiante que se dedica a la investigación en matemáticas puras, el que estudia lenguas antiguas o el que se especializa en filosofía medieval no busca necesariamente maximizar sus ingresos futuros, sino participar en una conversación intelectual que trasciende su existencia individual.
Esta dimensión trascendente de la educación universitaria pública es particularmente relevante en el contexto actual de «epidemia de inmanencia». Cuando toda decisión se reduce a cálculos de utilidad personal, perdemos la capacidad de comprometernos con proyectos que requieren sacrificios a corto plazo pero que contribuyen al enriquecimiento cultural y científico de la humanidad.
La universidad pública preserva espacios donde es posible pensar y actuar según otras lógicas: la curiosidad intelectual, la solidaridad social, el compromiso cívico, la responsabilidad intergeneracional. Estos valores no pueden medirse en términos de rentabilidad individual, pero son esenciales para el florecimiento humano y la sostenibilidad de las sociedades democráticas.
La universidad pública en el contexto de crisis institucional
Resistencia al pensamiento crítico institucional
Los movimientos que prometen la eliminación de mediaciones se caracterizan por su hostilidad hacia las instituciones que requieren procesos complejos de deliberación. En este contexto, la universidad pública aparece como un espacio que mantiene estándares rigurosos de verificación y debate racional, donde las afirmaciones deben respaldarse con evidencia y los argumentos deben someterse al escrutinio de pares.
Esta función de la universidad resulta particularmente importante en épocas de polarización, cuando la tentación es refugiarse en fuentes de información que refuerzan nuestras convicciones previas. La universidad pública obliga a estudiantes y profesores a confrontar perspectivas diferentes, a examinar la solidez de sus propios argumentos y a desarrollar la capacidad de cambiar de opinión cuando la evidencia lo justifica.
Sostenibilidad de la vida democrática
La democracia no puede funcionar adecuadamente sin instituciones que cultiven las capacidades necesarias para la participación ciudadana informada. La universidad pública cumple esta función formando ciudadanos que comprenden la complejidad de los problemas sociales, que pueden evaluar críticamente las propuestas y que están dispuestos a participar en el debate público con argumentos racionales.
Cuando eliminamos las mediaciones institucionales como la universidad pública, la democracia se degrada hacia formas donde las decisiones colectivas se reducen a la suma de preferencias individuales inmediatas. El resultado es una sociedad incapaz de abordar problemas que requieren planificación a largo plazo, sacrificio de beneficios inmediatos y coordinación social compleja.
La universidad pública contribuye a la sostenibilidad democrática no solo formando ciudadanos informados, sino también preservando y transmitiendo los valores fundamentales: el pluralismo, la tolerancia, el respeto por los derechos de las minorías, la importancia del debate racional y la búsqueda del bien común.
El conocimiento como bien común
Entre la lógica de suma cero y el beneficio colectivo
Uno de los aspectos más perniciosos de la mentalidad utilitarista extrema es que ve toda interacción social como un juego de suma cero: tu ganancia es mi pérdida, tu éxito es mi fracaso. Esta perspectiva resulta especialmente destructiva cuando se aplica al conocimiento, porque el saber es un bien que se multiplica cuando se comparte.
La universidad pública encarna el principio opuesto: el conocimiento es un bien común que se enriquece con la participación colectiva. Cuando un estudiante aprende algo nuevo, no está privando a otros del acceso a ese conocimiento; al contrario, su aprendizaje contribuye al acervo común y puede generar nuevas ideas a través del intercambio intelectual.
Esta lógica de beneficio mutuo se manifiesta en múltiples aspectos de la vida universitaria: los seminarios donde los estudiantes aprenden unos de otros, los proyectos de investigación colaborativos, las conferencias abiertas al público, la publicación de resultados científicos en revistas de acceso abierto. La universidad pública funciona como un espacio donde la competencia individual coexiste con la cooperación intelectual.
Preservación del patrimonio intelectual
La universidad pública cumple también una función esencial de preservación y transmisión del patrimonio intelectual de la humanidad. Esta función no puede dejarse exclusivamente en manos del mercado porque muchos elementos de este patrimonio no tienen valor comercial inmediato pero son fundamentales para la comprensión del mundo y la formación integral de las personas.
¿Quién se encargaría de mantener vivos los estudios clásicos, la filosofía medieval, las lenguas en peligro de extinción o la historia de las civilizaciones antiguas si solo operaran las fuerzas del mercado? Estas disciplinas no producen graduados con altos salarios, pero contribuyen a la comprensión de la experiencia humana y proporcionan perspectivas indispensables para abordar los desafíos contemporáneos.
La universidad pública opera con una temporalidad diferente a la del mercado. Puede sostener proyectos intelectuales que requieren décadas para dar frutos, puede mantener colecciones y archivos que no generan ingresos pero que son fundamentales para la investigación futura, puede formar especialistas en áreas que la sociedad necesita pero que el mercado no demanda suficientemente.
Desafíos y renovación de la universidad pública
Entre la burocratización y la mercantilización
La defensa de la universidad pública no debe ignorar sus problemas reales. Muchas instituciones universitarias públicas sufren de burocratización excesiva, resistencia al cambio, corporativismo y desconexión con las necesidades sociales. Sin embargo, estos problemas no justifican el desmantelamiento de la institución, sino su reforma y renovación.
La alternativa a una universidad pública deficiente no es necesariamente una universidad privada eficiente. La lógica del mercado puede producir instituciones educativas ágiles y adaptables, pero también genera distorsiones importantes: la subordinación de la formación integral a las demandas inmediatas del mercado laboral, la concentración de la oferta educativa en las áreas más rentables, la exclusión de los sectores socioeconómicos menos favorecidos y la reducción de la investigación básica.
La renovación de la universidad pública requiere encontrar un equilibrio entre la responsabilidad social y la eficiencia operativa, entre la preservación de los valores académicos tradicionales y la adaptación a los cambios sociales y tecnológicos, entre la autonomía institucional y la rendición de cuentas ante la sociedad.
Tecnología y democratización del conocimiento
Las nuevas tecnologías ofrecen oportunidades extraordinarias para que la universidad pública amplíe su impacto social. Los cursos en línea masivos y abiertos (MOOCs), las plataformas de publicación de acceso abierto, los repositorios digitales de investigación y las redes de colaboración científica internacional pueden multiplicar exponencialmente el alcance de la educación pública superior.
Sin embargo, la adopción de estas tecnologías no debe llevarnos a pensar que pueden reemplazar completamente la experiencia universitaria presencial. La formación integral requiere interacciones complejas entre estudiantes y profesores, debates cara a cara, trabajo colaborativo en laboratorios y bibliotecas, participación en actividades culturales y deportivas. La universidad es una comunidad de aprendizaje, no solo una plataforma de distribución de contenidos.
La clave está en utilizar la tecnología para potenciar las funciones esenciales de la universidad pública sin sacrificar aquellos aspectos de la experiencia universitaria que requieren presencialidad y comunidad. Esto significa crear modelos híbridos que combinen lo mejor de la educación digital con lo mejor de la educación presencial.
Financiación y sostenibilidad
Uno de los desafíos más importantes que enfrentan las universidades públicas es la financiación sostenible en un contexto de restricciones fiscales y creciente competencia por los recursos públicos. La tentación es adoptar modelos de financiación que imiten a las universidades privadas: cobro de matrículas, venta de servicios, comercialización de la investigación.
Sin embargo, estos mecanismos de financiación pueden comprometer la función social de la universidad pública si no se diseñan cuidadosamente. El cobro de matrículas puede excluir a estudiantes de sectores socioeconómicos desfavorecidos; la venta de servicios puede desviar recursos de la docencia hacia actividades más rentables; la comercialización de la investigación puede subordinar la agenda académica a las demandas del mercado.
La sostenibilidad financiera de la universidad pública requiere diversificar las fuentes de financiación sin comprometer su misión social. Esto puede incluir alianzas estratégicas con el sector privado que respeten la autonomía académica, captación de recursos internacionales para proyectos de investigación, oferta de programas de extensión que generen ingresos adicionales y promoción del apoyo filantrópico a la educación pública.
Hacia una nueva valorización de las mediaciones institucionales
Recuperar la paciencia social
La universidad pública nos enseña algo fundamental que hemos perdido en la era de la gratificación instantánea: la paciencia. El conocimiento genuino no se puede adquirir mediante atajos o trucos de productividad. Requiere tiempo, dedicación, error y corrección, debate y reflexión. La formación integral de una persona es un proceso que dura años y que no puede acelerarse sin perder calidad.
Esta temporalidad lenta de la universidad contrasta radicalmente con la lógica de la inmediatez que caracteriza a nuestra época. Los estudiantes universitarios aprenden a valorar el proceso de aprendizaje tanto como los resultados, a disfrutar de la investigación aunque no conduzca a aplicaciones inmediatas, a comprometerse con proyectos de largo plazo que trascienden su beneficio personal.
Esta lección de paciencia es especialmente importante en democracias que enfrentan problemas complejos como el cambio climático, la desigualdad social o la transformación tecnológica. Estos desafíos requieren soluciones que pueden tardar décadas en implementarse y que exigen sacrificios inmediatos para obtener beneficios futuros.
El valor de la complejidad
La universidad pública nos recuerda que el mundo es complejo y que las soluciones simples a problemas complejos suelen ser equivocadas o peligrosas. Esta lección resulta particularmente valiosa en una época dominada por eslóganes políticos, explicaciones reduccionistas y teorías conspirativas que ofrecen certezas reconfortantes pero falsas.
En el ambiente universitario, los estudiantes aprenden a convivir con la incertidumbre, a reconocer que las preguntas importantes raramente tienen respuestas simples, a valorar el matiz y la precisión conceptual. Desarrollan lo que podríamos llamar «tolerancia a la ambigüedad»: la capacidad de funcionar intelectual y emocionalmente en contextos donde no todas las variables están controladas ni todas las respuestas son evidentes.
Esta capacidad resulta esencial para la ciudadanía democrática. Los votantes que han pasado por la experiencia universitaria están mejor preparados para evaluar propuestas complejas, para desconfiar de promesas demasiado simples y para apreciar la importancia de la evidencia empírica en la formulación de políticas públicas.
Interdependencia y solidaridad
Finalmente, la universidad pública cultiva una comprensión profunda de la interdependencia humana que contrasta con el individualismo extremo de la época. Los estudiantes descubren que su formación depende no solo de su esfuerzo personal, sino también del trabajo de profesores, bibliotecarios, investigadores, administrativos y compañeros de estudio.
Esta experiencia de interdependencia se extiende más allá de la universidad. Los graduados comprenden que su éxito profesional depende del funcionamiento de instituciones sociales complejas: sistemas educativos que formaron a sus colaboradores, infraestructuras públicas que facilitan el comercio, marcos regulatorios que protegen la competencia leal, tradiciones culturales que proporcionan significado a la vida social.
Esta comprensión de la interdependencia social genera un tipo diferente de ciudadano: menos inclinado a la retórica anti-impuestos porque comprende la importancia de la financiación pública, más dispuesto a apoyar instituciones internacionales porque entiende la necesidad de la cooperación global, más receptivo a las demandas de justicia social porque reconoce que las oportunidades individuales dependen de estructuras sociales justas.
La universidad pública como proyecto de civilización
La defensa de la universidad pública trasciende consideraciones estrictamente educativas o económicas. Se trata, fundamentalmente, de un proyecto de civilización que propone una alternativa al individualismo mercantil que caracteriza a nuestra época.
La universidad pública encarna la posibilidad de que una sociedad invierta recursos considerables en actividades que no producen beneficios económicos inmediatos pero que enriquecen la experiencia humana: la búsqueda desinteresada del conocimiento, la preservación del patrimonio cultural, la formación de ciudadanos críticos, la investigación de problemas que no tienen soluciones comerciales evidentes.
Esta inversión social en actividades «improductivas» desde el punto de vista del mercado representa una forma de resistencia contra la mentalidad utilitarista extrema. Demuestra que las sociedades pueden organizar recursos y esfuerzos según criterios diferentes al cálculo costo-beneficio individual, que es posible sostener proyectos colectivos orientados hacia el bien común y el enriquecimiento cultural.
La crisis actual de las universidades públicas en muchos países no refleja necesariamente deficiencias inherentes de estas instituciones, sino la presión de un modelo social que reduce todo valor a valor económico y que interpreta toda mediación institucional como ineficiencia. La respuesta no debe ser la rendición ante esta lógica, sino la renovación creativa de las universidades públicas para que puedan cumplir mejor su función social esencial.
En última instancia, la universidad pública nos recuerda que los seres humanos somos algo más que calculadoras de utilidad personal. Somos seres capaces de curiosidad desinteresada, compromiso con causas que nos trascienden, cooperación para objetivos de largo plazo y creación de belleza y conocimiento por su valor intrínseco. La universidad pública es una de las pocas instituciones contemporáneas que cultiva sistemáticamente estas capacidades humanas superiores.
Defender la universidad pública es defender la posibilidad de que las sociedades humanas aspiren a algo más elevado que la mera satisfacción de preferencias individuales. Es defender la idea de que el conocimiento es un bien común, de que la formación integral de las personas beneficia a toda la sociedad, de que algunas cosas valiosas no pueden medirse en términos monetarios pero merecen ser preservadas y transmitidas a las futuras generaciones.
En un mundo dominado por la lógica del beneficio inmediato, la universidad pública representa la paciencia social necesaria para abordar los grandes desafíos de nuestro tiempo. En una época de individualismo extremo, representa la posibilidad de la acción colectiva orientada hacia objetivos trascendentes. En un contexto de post-verdad, representa el compromiso con la evidencia empírica y el debate racional.
La mentalidad utilitarista extrema nos promete eficiencia y control, pero nos entrega fragmentación social y empobrecimiento espiritual. La universidad pública, con todas sus imperfecciones, nos ofrece algo diferente: la posibilidad de construir sociedades más justas, más cultas y más sabias. La elección entre estos dos modelos de organización social será uno de los desafíos definitorios de las próximas décadas.
Este artículo fue desarrollado mediante prompts específicos y orientación del autor firmante, utilizando la IA Claude para adaptar conceptos del artículo «Debemos derrocar la tiranía del Excel» de Victor Lapuente al contexto de la universidad pública. La conceptualización, dirección y revisión final corresponden al autor firmante.