Cultura y desarrollo sostenible: un marco para el debate

En este artículo introductorio proponemos una reflexión sobre qué entendemos por cultura, por qué es crucial situarla en el centro del debate sobre sostenibilidad y cómo su inclusión transforma nuestra manera de pensar el futuro colectivo.

¿Qué entendemos por “cultura”?

Definir la cultura es un desafío. No existe una única acepción, sino múltiples enfoques. La antropología la entiende como el conjunto de valores, prácticas, creencias y símbolos compartidos por un grupo humano. La sociología subraya las instituciones, los modos de organización y los marcos de referencia que regulan la vida en común. Desde la perspectiva de las artes y el patrimonio, la cultura se vincula a la creación estética, la memoria y la transmisión intergeneracional.

La UNESCO, en su Declaración Universal sobre la Diversidad Cultural (2001), propone una definición integradora: la cultura es el “conjunto de los rasgos distintivos espirituales, materiales, intelectuales y afectivos que caracterizan a una sociedad o a un grupo social”. Esta definición permite entender la cultura como un sistema vivo y dinámico, que abarca desde los grandes monumentos hasta las prácticas cotidianas, desde las lenguas y tradiciones hasta las innovaciones tecnológicas.

Si aceptamos esta amplitud, resulta evidente que cualquier proyecto de desarrollo que ignore la dimensión cultural está incompleto. No se puede impulsar un modelo sostenible sin tomar en cuenta los valores, identidades y aspiraciones de las comunidades que deben llevarlo a la práctica.

Cultura y sostenibilidad: más allá de lo económico y lo ambiental

Tradicionalmente, el desarrollo sostenible se ha descrito como un equilibrio entre tres pilares: lo económico, lo social y lo ambiental. Sin embargo, en los últimos años se habla de un cuarto pilar: la cultura. Este enfoque sostiene que la cultura no solo complementa, sino que condiciona a los demás.

  • En lo económico, la cultura genera industrias creativas que impulsan el empleo, la innovación y la competitividad.
  • En lo social, es un factor de cohesión, inclusión y construcción de identidades compartidas.
  • En lo ambiental, la cultura moldea nuestras percepciones del territorio, el paisaje y la relación con la naturaleza.

Pensemos, por ejemplo, en un proyecto de energías renovables en una comunidad rural. Si no se consideran las prácticas culturales y las tradiciones locales (cómo se organiza el trabajo, qué simbolismos tiene el paisaje, qué expectativas existen sobre el uso de la tierra), el proyecto corre el riesgo de fracasar, incluso si es técnicamente impecable. La sostenibilidad, por tanto, no es solo cuestión de tecnología o economía, sino también de sentido cultural.

Derechos culturales: la base normativa

Otro aspecto clave para situar la cultura en el centro del debate es el reconocimiento de los derechos culturales. Estos forman parte de los derechos humanos y se refieren, entre otras cuestiones, a la posibilidad de cada persona de participar en la vida cultural, acceder a bienes culturales y crear expresiones propias.

El Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (1966) ya establecía que toda persona tiene derecho a “participar en la vida cultural” y a “beneficiarse del progreso científico y de sus aplicaciones”. Este marco jurídico internacional refuerza la idea de que la cultura no es un lujo, sino una condición necesaria para el bienestar y la dignidad.

La protección de los derechos culturales implica no solo garantizar el acceso a museos, teatros o bibliotecas, sino también respetar las lenguas minoritarias, las prácticas comunitarias y los modos de vida tradicionales. En el contexto del desarrollo sostenible, significa reconocer que cada sociedad debe encontrar sus propios caminos hacia el futuro, sin imponer modelos uniformes que ignoren la diversidad cultural.

Cultura, identidad y cohesión social

La sostenibilidad también requiere cohesión social. No hay desarrollo posible en sociedades fragmentadas o polarizadas. Aquí la cultura desempeña un papel crucial: permite crear narrativas compartidas, fortalecer identidades colectivas y fomentar el respeto a la diversidad.

En contextos de migración o multiculturalidad, la cultura puede ser fuente de tensiones, pero también de diálogo. Políticas públicas que promuevan la interculturalidad, la participación ciudadana y la valoración de la diversidad ayudan a construir sociedades más inclusivas.

Un ejemplo ilustrativo es el de Medellín (Colombia), donde la inversión en bibliotecas públicas, centros culturales y espacios artísticos comunitarios ha contribuido a la reducción de la violencia y al fortalecimiento del tejido social. La cultura, en este caso, se convierte en estrategia de paz y convivencia.

Cultura y economía: entre valor simbólico y valor de mercado

El desarrollo sostenible exige pensar también en la dimensión económica de la cultura. Las llamadas industrias culturales y creativas (música, cine, literatura, diseño, videojuegos, entre otras) son hoy uno de los sectores con mayor capacidad de generar empleo, especialmente entre los jóvenes. Según la UNESCO, representan más del 3% del PIB mundial y emplean a casi 30 millones de personas.

Pero más allá de las cifras, la economía de la cultura plantea preguntas éticas y políticas: ¿hasta qué punto puede tratarse la cultura como una mercancía? ¿Cómo equilibrar la necesidad de rentabilidad con la función social y simbólica de la creación cultural? El consumo cultural masivo puede enriquecer, pero también homogenizar, invisibilizando expresiones locales y minoritarias.

Este debate será retomado en otros artículos del número, pero ya desde ahora nos invita a pensar que la sostenibilidad cultural requiere pluralidad, acceso equitativo y respeto a la diversidad creativa.

Cultura, territorio y medioambiente

Otro ámbito donde cultura y sostenibilidad se cruzan de manera evidente es el territorio. Las prácticas culturales influyen en cómo usamos los recursos naturales, cómo habitamos el espacio urbano o cómo valoramos el paisaje.

En muchas comunidades indígenas, por ejemplo, la relación con la tierra no se basa en un criterio de propiedad individual, sino en un sentido colectivo y espiritual. Reconocer esta visión cultural no solo es un acto de justicia, sino que puede aportar soluciones innovadoras para la gestión sostenible de ecosistemas.

En las ciudades, la cultura interviene en la configuración de nuevas centralidades urbanas: museos, teatros o centros culturales que revitalizan barrios degradados, generan turismo sostenible y crean orgullo comunitario. La “regeneración urbana con base cultural” es ya una estrategia utilizada en distintas partes del mundo.

Cultura y educación: ciudadanía crítica y creativa

La educación es el puente más claro entre cultura y desarrollo sostenible. No se trata únicamente de transmitir conocimientos técnicos, sino de formar ciudadanos críticos, capaces de comprender la diversidad cultural y de actuar de manera responsable frente al planeta y la sociedad.

La educación cultural —entendida en sentido amplio, desde las artes hasta la filosofía, pasando por las tradiciones locales— alimenta la creatividad, la innovación y la capacidad de imaginar futuros distintos. Sin esta dimensión, corremos el riesgo de formar profesionales competentes pero ciudadanos indiferentes.

Conclusión: por qué necesitamos la cultura en la Agenda 2030

La sostenibilidad no puede lograrse sin cultura. Esta afirmación, que puede parecer evidente, tiene consecuencias profundas. Significa que el desarrollo no es solo crecimiento económico ni protección ambiental, sino también respeto a la diversidad, acceso equitativo a los bienes culturales, fortalecimiento de identidades, creatividad, cohesión social y participación democrática.

La cultura nos recuerda que el desarrollo no es un destino fijo ni un conjunto de indicadores técnicos: es un proyecto colectivo, arraigado en valores, símbolos y prácticas que varían de un lugar a otro. En este sentido, incorporar la cultura como cuarto pilar de la sostenibilidad es reconocer que no hay un único camino hacia el 2030, sino múltiples rutas, tantas como comunidades culturales existen en el mundo.

El desafío, entonces, es doble: garantizar que la cultura esté presente en todas las políticas de desarrollo sostenible y, al mismo tiempo, asegurar que esas políticas respeten y potencien la diversidad cultural. Solo así podremos construir un futuro justo, inclusivo y verdaderamente humano.

Preguntas para el debate

  1. ¿Por qué la cultura debería considerarse una dimensión transversal del desarrollo sostenible y no un sector aislado?
  2. ¿Cómo contribuye la cultura a articular las dimensiones social, económica, ambiental y política de la sostenibilidad?
  3. ¿Qué riesgos implica reducir la sostenibilidad a cuestiones técnicas o económicas, dejando fuera la cultura?
  4. ¿De qué manera la Agenda 2030 incorpora (o debería incorporar más explícitamente) la dimensión cultural?
  5. ¿Qué ejemplos concretos muestran la cultura como motor de sostenibilidad en nuestras comunidades?
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