De la reconversión a la reindustrialización: cuatro décadas de cambios

La historia reciente de la industria en Europa y Estados Unidos puede entenderse como un péndulo que oscila entre dos polos: de un lado, la convicción de que el mercado debe decidir libremente el destino de la producción; de otro, la certeza de que los Estados no pueden renunciar a intervenir cuando lo que está en juego es el empleo, la innovación o la autonomía estratégica.

Desde la reconversión industrial de los años ochenta hasta la actual “reindustrialización verde y digital”, hemos recorrido un ciclo completo: de la retirada del Estado a su regreso como actor central. Este artículo propone un viaje a través de esas cuatro décadas.

Los años ochenta: reconversión y liberalización

El punto de partida es el cambio de paradigma económico que siguió a la crisis del petróleo de 1973 y al estancamiento de los setenta. Gobiernos de distinto signo político en Europa y Estados Unidos adoptaron políticas inspiradas en el llamado “consenso de Washington”: liberalización, privatizaciones, disciplina fiscal.

En España, tras la transición democrática, la industria arrastraba problemas estructurales: sobrecapacidad en sectores como el naval, el siderúrgico o la minería, plantas obsoletas y baja productividad. El resultado fue la reconversión industrial: cierre de empresas, despidos masivos, prejubilaciones y una fuerte conflictividad social.

En ese contexto, en 1984, el ministro español de economía, Carlos Solchaga llegó a resumir el espíritu de la época con una frase que se haría célebre: “la mejor política industrial es la que no existe”. La idea era clara: dejar que el mercado seleccionara a los ganadores y perdedores, sin que el Estado intentara sostener artificialmente sectores en declive.

El Reino Unido bajo Margaret Thatcher o Estados Unidos bajo Ronald Reagan aplicaban principios similares. Se desmantelaron empresas públicas, se redujo el papel del Estado como accionista y se confió en la apertura global para compensar las pérdidas locales con nuevas oportunidades.

Los noventa: globalización y deslocalización

La caída del Muro de Berlín y la expansión de la Organización Mundial del Comercio marcaron la década siguiente. La globalización se consolidó como paradigma.

  • Producción deslocalizada: las multinacionales trasladaron fábricas a Asia, en busca de menores costes laborales.
  • Cadenas globales de valor: el diseño y la innovación se quedaban en Occidente, mientras la manufactura se desplazaba a países emergentes.
  • Éxito aparente: los consumidores disfrutaban de bienes más baratos y la inflación se mantenía controlada.

En paralelo, Europa avanzaba en su integración: el Tratado de Maastricht (1992) y la creación del euro pusieron el acento en la estabilidad macroeconómica, no en la política industrial. La industria era vista más como un sector que debía adaptarse a la competencia global que como un ámbito estratégico a proteger.

Los 2000: el espejismo de la economía postindustrial

En las primeras décadas del nuevo milenio se consolidó la idea de que las economías avanzadas podían vivir básicamente de servicios de alto valor añadido (finanzas, consultoría, cultura, turismo). La industria perdía peso relativo en el PIB y el empleo, pero esto se interpretaba como una señal de modernización.

Sin embargo, bajo la superficie aparecían tensiones:

  • China ingresó en la OMC en 2001 y se convirtió en la “fábrica del mundo”, no solo en bienes de bajo coste, sino cada vez más en sectores de alta tecnología.
  • Muchos territorios europeos y estadounidenses vieron cómo desaparecía su base productiva, generando desempleo estructural y descontento social.
  • El sector financiero crecía desmesuradamente, hasta desembocar en la crisis de 2008.

La crisis de 2008: vuelta a la realidad

La gran recesión reveló las limitaciones del modelo postindustrial. Países que habían desatendido su tejido productivo sufrieron especialmente. Los gobiernos se vieron obligados a rescatar bancos, pero también a reflexionar sobre la importancia de tener un sector industrial capaz de sostener el empleo y la innovación.

En Europa, la Comisión empezó a hablar de “reindustrialización” como objetivo. En Estados Unidos, el presidente Obama lanzó planes de estímulo que incluían inversiones en energías renovables y automoción.

2020: pandemia, geopolítica y autonomía estratégica

La pandemia de COVID-19 fue un punto de inflexión. Europa descubrió su dependencia extrema de proveedores externos en productos básicos: desde mascarillas hasta componentes electrónicos. El cierre de fronteras y los cuellos de botella en el transporte pusieron de relieve la fragilidad de las cadenas globales de suministro.

Poco después, la guerra en Ucrania acentuó la urgencia: la dependencia energética de Rusia se convirtió en un riesgo geopolítico. A ello se suma la creciente rivalidad entre Estados Unidos y China en tecnologías clave como los semiconductores, la inteligencia artificial o las telecomunicaciones.

La palabra “autonomía estratégica” entró con fuerza en el vocabulario europeo. No se trataba de volver a una autarquía imposible, sino de asegurar capacidades mínimas en sectores críticos: energía, salud, digitalización, defensa.

El regreso de la política industrial

El péndulo ha vuelto a moverse. En la actualidad, tanto en Europa como en Estados Unidos se habla abiertamente de política industrial.

  • Estados Unidos: el CHIPS and Science Act (2022) destina decenas de miles de millones de dólares a impulsar la producción de semiconductores en territorio nacional. El Inflation Reduction Act apuesta por energías limpias con subvenciones masivas.
  • Unión Europea: la Estrategia Industrial 2020 y sus revisiones posteriores incluyen planes para baterías, hidrógeno, digitalización e innovación verde. Se acepta que el mercado por sí solo no basta para guiar la transición ecológica y digital.
  • España: el Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia dedica fondos europeos a proyectos estratégicos (PERTE) en automoción eléctrica, energías renovables o agroalimentación.

Balance provisional

En cuarenta años hemos pasado de la reconversión a la reindustrialización, de la confianza ciega en el mercado a la búsqueda de un equilibrio entre mercado y Estado.

La célebre frase de los años ochenta,“la mejor política industrial es la que no existe”, hoy suena anacrónica. La pregunta ya no es si debe existir política industrial, sino qué tipo de política industrial necesitamos:

  • ¿Será suficiente con incentivos económicos, o se requiere una planificación estratégica a largo plazo?
  • ¿Cómo evitar que las ayudas públicas acaben capturadas por los intereses de grandes empresas?
  • ¿Cómo asegurar que la reindustrialización sea compatible con la sostenibilidad y la cohesión social?

Mirando hacia 2030

El futuro de la industria se jugará en varios frentes:

  • La transición ecológica, que obligará a transformar procesos intensivos en energía.
  • La digitalización, que cambiará la organización del trabajo y la productividad.
  • La competencia global, marcada por la pugna tecnológica entre Estados Unidos y China.
  • La cohesión territorial y social, para que la reindustrialización no deje atrás a regiones ni a colectivos vulnerables.

Entender el recorrido histórico de las últimas décadas nos ayuda a situar el presente en perspectiva. El debate ya no es entre “industria sí o no”, sino entre distintos modelos de desarrollo industrial. Y esa será una de las claves de la discusión pública en los próximos años.

Preguntas para el debate

  1. ¿Qué enseñanzas dejó la reconversión industrial de los años 80 en España y Europa?
  2. ¿Fue acertada la visión liberal que defendía que “la mejor política industrial es la que no existe”?
  3. ¿Qué impacto tuvo la globalización y la deslocalización en el empleo y la cohesión social?
  4. ¿Cómo cambió la crisis de 2008 la percepción sobre la industria?
  5. ¿Qué factores explican el regreso actual de la política industrial?
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