La promesa del libre comercio ha sido un mantra repetido sin cesar: abrir los mercados traerá eficiencia, crecimiento y bienestar. Sin embargo, cuando se trata de alimentos, esa promesa se transforma en una paradoja dolorosa. El comercio agrícola internacional, lejos de garantizar la seguridad alimentaria o el desarrollo, ha profundizado la desigualdad entre países, ha desmantelado sistemas productivos locales y ha sometido a millones de productores a condiciones de competencia desleal.
Mientras las grandes corporaciones agroexportadoras obtienen beneficios récord y las potencias agrícolas del norte subsidian masivamente a sus sectores, miles de pequeños agricultores en el sur se ven obligados a vender a precios por debajo de los costes de producción, o a abandonar sus tierras porque ya no pueden competir. ¿Dónde está la justicia en este mercado global?
Este artículo examina las reglas del juego del comercio agrícola mundial, identifica los mecanismos que reproducen la injusticia y plantea las bases de una gobernanza alimentaria más justa y democrática.
La trampa de la liberalización
Desde los años 80, bajo el impulso de instituciones como el FMI, el Banco Mundial y la Organización Mundial del Comercio (OMC), numerosos países del Sur Global se vieron presionados a abrir sus mercados agrícolas. Se les instó a reducir aranceles, eliminar subsidios, desregular precios internos y especializarse en productos de exportación. A cambio, se prometió acceso a nuevos mercados y capital extranjero.
Pero la realidad fue otra. La liberalización no vino acompañada de igualdad de condiciones. Mientras los países del sur abrían sus fronteras, los del norte mantenían subsidios masivos a su agricultura, que les permitían exportar productos a precios artificialmente bajos, una práctica conocida como dumping.
El resultado fue devastador para millones de pequeños productores: perdieron competitividad, cayeron los precios locales, se rompieron cadenas de valor y se consolidó la dependencia alimentaria. En muchos casos, la apertura significó desprotección, y el comercio significó despojo.
¿Quién gana con el comercio agrícola global?
Aunque la narrativa oficial habla de “intercambios beneficiosos para todos”, los datos muestran una altísima concentración del poder comercial. Un puñado de empresas controla los principales flujos de materias primas agrícolas: Cargill, ADM, Bunge y Louis Dreyfus (las llamadas “ABCD”) manejan gran parte del comercio mundial de cereales, soja y aceites vegetales. Estas compañías fijan precios, dominan la logística y tienen capacidad para influir en políticas nacionales.
En los últimos años, también han entrado en el negocio grandes fondos de inversión, que especulan en los mercados de futuros con productos alimentarios. Este fenómeno ha convertido a los alimentos en objeto de apuestas financieras, alimentando la volatilidad de los precios y generando burbujas especulativas que afectan sobre todo a los países más vulnerables.
Además, las condiciones impuestas en los tratados de libre comercio suelen exigir a los países receptores eliminar restricciones a las importaciones, abrir la tierra al capital extranjero y proteger la propiedad intelectual de grandes empresas (incluyendo semillas), lo que limita su soberanía alimentaria.
Los efectos ocultos del comercio injusto
El impacto de estos mercados desequilibrados va más allá de la economía. Tiene consecuencias sociales, territoriales y ambientales:
- Migración forzada: al quebrar las economías rurales, muchas personas se ven obligadas a abandonar el campo y migrar a las ciudades o al extranjero.
- Homogeneización productiva: los países se especializan en monocultivos de exportación (café, cacao, banano, soja) a costa de su diversidad alimentaria y su autosuficiencia.
- Degradación ambiental: la presión por competir en los mercados globales lleva a prácticas intensivas, deforestación, uso excesivo de agroquímicos y pérdida de suelos fértiles.
- Desigualdad de género: las mujeres rurales, que muchas veces trabajan en condiciones informales o familiares, son las más afectadas por la precariedad de los mercados y la falta de reconocimiento.
Comercio sí, pero justo
Frente a esta situación, diversos movimientos sociales, académicos y organizaciones campesinas han exigido un cambio radical en las reglas del comercio agrícola internacional. No se trata de rechazar el comercio en sí, sino de transformarlo en un instrumento al servicio de la justicia, la soberanía y la sostenibilidad.
Algunas propuestas clave incluyen:
- Prohibir el dumping agrícola y controlar las exportaciones subsidiadas que distorsionan los mercados locales.
- Reconocer el derecho de los países a proteger su producción alimentaria frente a importaciones masivas y a priorizar el abastecimiento interno.
- Fomentar acuerdos regionales solidarios, basados en la complementariedad, la cooperación y la sostenibilidad.
- Promover cadenas cortas de comercialización, comercio local y compras públicas a pequeños productores.
- Establecer precios justos que cubran los costes reales de producción y garanticen condiciones dignas para los agricultores.
Estas medidas requieren un replanteamiento profundo de los tratados de comercio y de las instituciones que hoy gobiernan la economía global. Requieren también la participación activa de los pueblos y comunidades rurales en la toma de decisiones.
Iniciativas desde abajo
Mientras los grandes acuerdos internacionales siguen anclados en lógicas neoliberales, en todo el mundo surgen experiencias concretas de comercio justo, solidario y alternativo. Cooperativas agrícolas, redes de distribución ética, ferias campesinas, alianzas entre consumidores y productores, sistemas participativos de garantía… Estas iniciativas demuestran que otro comercio es posible, y que la economía puede organizarse en función de las necesidades humanas y no del lucro.
También existen propuestas políticas transformadoras, como el Tratado Internacional de los Pueblos sobre Comercio de los Alimentos, promovido por movimientos campesinos, o las plataformas de soberanía alimentaria que reclaman una nueva arquitectura global de gobernanza alimentaria.
Estas luchas no se limitan al sur global. También en Europa, miles de pequeños productores y consumidores conscientes están construyendo alternativas frente a la hegemonía del supermercado y la agroindustria.
Democratizar los mercados para alimentar con justicia
La alimentación no puede seguir subordinada a los intereses del comercio especulativo ni a las reglas impuestas por las grandes corporaciones. Si queremos un sistema alimentario justo, los mercados deben ser democráticos, regulados, inclusivos y sostenibles.
Eso implica reconocer que el precio no es el único criterio válido para organizar la economía: hay que considerar el origen de los productos, las condiciones laborales, el impacto ambiental, la equidad entre territorios y géneros, y el valor cultural de los alimentos.
Al final, se trata de una elección colectiva: ¿queremos mercados que concentren riqueza y destruyan comunidades, o mercados que distribuyan valor y fortalezcan la vida?
La justicia alimentaria empieza por la justicia económica. Y esta, a su vez, requiere mercados que dejen de ser selvas y se conviertan en espacios de cooperación, cuidado y equidad.
Preguntas para el debate
- ¿Quién se beneficia y quién pierde en el comercio internacional de alimentos?
- ¿En qué consiste el «dumping agrícola» y qué efectos tiene en el sur global?
- ¿Qué mecanismos podrían garantizar precios justos para los pequeños productores?
- ¿Qué tipo de comercio podría ser verdaderamente justo y sostenible?
- ¿Qué responsabilidad tienen los países ricos en la creación de un sistema comercial más equitativo?