¿La vivienda es un derecho básico que el Estado debe garantizar o una mercancía sujeta a las reglas del mercado? De la respuesta que se dé a esta pregunta derivan políticas públicas y decisiones económicas completamente diferentes.
La vivienda es un derecho
La Declaración Universal de Derechos Humanos (1948), en su artículo 25.1, establece que:
«Toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar, y en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios.»
El Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (PIDESC, 1966), ratificado por España en 1977, es aún más explícito en su artículo 11.1:
«Los Estados Partes en el presente Pacto reconocen el derecho de toda persona a un nivel de vida adecuado para sí y su familia, incluso alimentación, vestido y vivienda adecuados, y a una mejora continua de las condiciones de existencia.»
Este compromiso tiene valor legal y obliga al Estado a adoptar políticas públicas que garanticen el acceso a la vivienda de forma progresiva, efectiva y no discriminatoria. Además, el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (órgano de la ONU que supervisa el cumplimiento del PIDESC) ha definido lo que implica el derecho a la vivienda adecuada:
- Asequibilidad: el coste de la vivienda no debe impedir cubrir otras necesidades básicas.
- Seguridad de tenencia: debe garantizarse estabilidad y protección frente a desahucios arbitrarios.
- Habitabilidad: la vivienda debe ser segura, salubre y contar con servicios esenciales.
- Accesibilidad: para todos, incluidos grupos vulnerables.
- Ubicación adecuada: en relación con empleo, servicios y entornos seguros.
- Adecuación cultural: que respete modos de vida y costumbres.
La Constitución Española de 1978, en su artículo 47, establece que:
«Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación.»
En el derecho a la vivienda que consagra el artículo 47 hay que valorar una serie de aspectos. En primer lugar, estamos ante un derecho social en sentido estricto, es decir se trata de un derecho que no se configura como subjetivo y que, en consecuencia, no confiere a sus titulares una acción ejercitable en el orden a la obtención directa de una vivienda «digna y adecuada».
Consecuencia de lo anterior, y al igual que los derechos reconocidos en el Capítulo III del Título I, «De los principios rectores de la política social y económica», el art. 47 actúa como un mandato a los poderes públicos en cuanto éstos están obligados a definir y ejecutar las políticas necesarias para hacer efectivo aquel derecho, configurado como un principio rector o directriz constitucional que tiene que informar la actuación de aquellos poderes (STC 152/1988, de 20 de julio, y las más recientes 7/2010, de 27 de abril y 93/2015, de 14 de mayo).
En la práctica, en España, el desarrollo de este mandato ha sido sistemáticamente subordinado al funcionamiento del mercado. Mientras otros derechos como la sanidad o la educación han sido desarrollados mediante servicios públicos amplios y universales (aunque con sus dificultades), el derecho a la vivienda se ha articulado sobre una lógica muy distinta: la propiedad privada, el crédito hipotecario y la especulación inmobiliaria. El número de desahucios, la escasa inversión en vivienda social y el aumento sostenido del coste del alquiler frente a salarios estancados han llevado a organismos internacionales, como el Relator Especial de la ONU sobre vivienda, a emitir informes críticos sobre la situación habitacional del país.
La vivienda como motor económico
España es uno de los países con mayor porcentaje de propietarios de vivienda: más del 70% de la población vive en una casa en propiedad (aunque este porcentaje no ha dejado de disminuir en los últimos años). Esto no fue fruto de la casualidad, sino de una política activa durante décadas que incentivó la compra sobre el alquiler. Las desgravaciones fiscales, la escasa inversión en vivienda social y la complicidad entre bancos, promotoras y administraciones crearon un modelo basado en el ladrillo.
En este contexto, la vivienda pasó a verse, más que como un derecho, como una inversión. Comprar una casa no era solo garantizarse un hogar, sino adquirir un activo que «nunca perdería valor». Así, millones de familias invirtieron todos sus ahorros (y más, vía hipotecas) en la compra de vivienda. Durante años funcionó, hasta que dejó de hacerlo.
La crisis de 2008 evidenció los riesgos de tratar la vivienda como una mercancía más. Miles de personas fueron desahuciadas mientras bancos rescatados con dinero público acumulaban viviendas vacías. Familias enteras quedaron atrapadas en hipotecas impagables. El precio de la vivienda había subido de forma descontrolada, pero no así los salarios. Se rompió el equilibrio.
¿Qué implica tratar la vivienda como mercancía?
Ver la vivienda como un bien de mercado tiene consecuencias profundas. En primer lugar, significa que su acceso está mediado por la capacidad de pago, y no por la necesidad. Si tienes dinero, puedes tener una vivienda digna; si no, te enfrentas a alquileres abusivos, viviendas inseguras o incluso a la exclusión habitacional.
Además, convierte el acceso a la vivienda en una fuente de desigualdad social. Aquellos que tienen propiedades ven cómo se revalorizan, generando riqueza para sus dueños. Quienes no pueden acceder quedan fuera del circuito de acumulación. Es un círculo que perpetúa la desigualdad.
Este enfoque mercantil también incentiva fenómenos como la especulación, la turistificación o la financiarización del parque de viviendas. En lugar de ser espacios para vivir, muchas viviendas se convierten en activos para rentabilizar, lo que tensiona la oferta y empuja al alza los precios.
¿Y si la vivienda se entiende como un derecho efectivo?
Tratar la vivienda como un derecho implica cambiar radicalmente el enfoque. Supone que el Estado, las comunidades autónomas y los ayuntamientos asumen un rol activo en garantizar que todas las personas tengan acceso a una vivienda digna, estable y asequible. Esto no significa eliminar el mercado inmobiliario, pero sí ponerle límites cuando entra en conflicto con el interés general.
Un modelo centrado en el derecho a la vivienda se basaría en políticas como:
- Un parque público de alquiler social sólido y bien gestionado, que pueda ofrecer alternativas a quienes no pueden acceder al mercado.
- Regulación de los precios del alquiler en zonas tensionadas, para evitar que el mercado expulse a los residentes de sus barrios.
- Limitaciones al uso especulativo de la vivienda, como las viviendas turísticas no reguladas o los pisos vacíos en manos de fondos de inversión.
- Impulso a modelos alternativos, como cooperativas en cesión de uso, vivienda colaborativa o fórmulas de propiedad colectiva.
En países como Austria, Países Bajos o Francia, estas políticas ya llevan décadas desarrollándose, con resultados positivos en términos de acceso y estabilidad. España, en cambio, ha avanzado lentamente y con muchas resistencias políticas e ideológicas.
Un debate que se agudiza
En los últimos años, el conflicto entre la vivienda como derecho y como mercancía se ha hecho más visible. Plataformas como la PAH (Plataforma de Afectados por la Hipoteca), sindicatos de inquilinos, movimientos vecinales y colectivos sociales han impulsado una agenda clara: la vivienda debe estar al servicio de quien la habita, no de quien especula con ella.
Por su parte, sectores del mercado inmobiliario, propietarios particulares y grandes tenedores sostienen que cualquier intervención pública –como limitar precios o expropiar pisos vacíos– supone un ataque a la seguridad jurídica y al derecho de propiedad.
Esta tensión se traslada también al terreno político. La reciente Ley por el Derecho a la Vivienda, aprobada en 2023, supuso un hito en el reconocimiento legal del problema, pero también dejó muchas cuestiones abiertas. Algunos la consideran un primer paso; otros, un marco insuficiente o demasiado intervencionista.
Conclusión: ¿pueden convivir el derecho y el mercado?
La vivienda se encuentra en una encrucijada. Como bien necesario para la vida, debería ser garantizada para todos. Como activo económico, tiene un peso importante en la riqueza privada y en la economía nacional. El reto está en encontrar un equilibrio que permita respetar derechos sin criminalizar la inversión, pero sin dejar que el mercado expulse a quienes no pueden competir en él.
Reconocer la vivienda como un derecho no implica negar el mercado, sino regularlo para que no se convierta en una fuente de exclusión. Es una cuestión de prioridades colectivas, de justicia social y, sobre todo, de voluntad política.
Preguntas para el debate
- ¿Qué implica considerar la vivienda como un derecho frente a tratarla como una inversión?
- ¿De qué manera influye el mercado inmobiliario en la configuración de nuestras ciudades?
- ¿Por qué crees que el derecho a la vivienda es menos exigido que otros derechos como la sanidad o la educación?
- ¿Pueden convivir el derecho a la vivienda y la propiedad privada sin conflictos?
- ¿Qué papel debe tener el Estado en garantizar el acceso a la vivienda?